lunes, 6 de septiembre de 2021

La última trifulca educativa... por ahora

Ya estamos, una vez más, enredados con la nueva Ley Educativa (conocida como LOMLOE o Ley Celaá), esta vez a cuenta del desarrollo curricular previsto para algunas asignaturas de la enseñanza primaria. 

En primer lugar, hay que recordar que esta Ley ya se aprobó el 29-12-2020 y que ahora se trata de su desarrollo o concreción. Parece ser que el Ministerio ha preparado un borrador sobre la enseñanza primaria, que va a someter al juicio de las Autonomías. Este borrador (cuyo contenido creo que fue  parcialmente filtrado por algún periódico) es el que ha desatado, una vez más, la batalla política y mediática.  Sin embargo, yo he sido incapaz de encontrar el texto completo del borrador en cuestión. Una vez más, todos opinan, pero me temo que nadie lo ha leído.

Ahora bien, sin necesidad de leer una sola línea del texto, creo que pueden hacerse algunas consideraciones generales:

1. Para empezar, me atrevo a realizar un triple vaticinio:

  1. Será fácil encontrar, en el texto legal, una buena cantidad de sandeces.
  2. Esa sandeces se verán igualadas o incluso superadas por las que aireen los respectivos coros de tifossi, en contra y a favor.
  3. Las opiniones mesuradas, los juicios razonados –que sin duda también los habrá– quedarán ocultados por la gresca y nadie les hará el menor caso.

2. Lo que pueda leerse en un texto legal es, sin duda, importante. No es, sin embargo, lo más importante, al menos en el asunto que nos ocupa. La prueba es que, en los últimos 30 años, nos hemos hinchado a publicar textos legales, mientras que la educación seguía su propio derrotero (a peor, según mi opinión). En otras palabras: para enderezar el rumbo de la educación, un buen texto legal es importante, pero no es el auténtico quid de la cuestión. Redactando una nueva ley no se consigue nada, o casi nada.

3. Las leyes educativas –ésta y las anteriores– son un buen ejemplo de una manera lamentabilísima de entender la política. El político de turno, cuando está en el poder, procura aprobar el mayor número de leyes que se ajusten lo más posible a su ideario (las más de las veces impreciso y tramposo, para colmo), a sabiendas de que tal ley va a resultar inasumible para un porcentaje muy considerable de la oposición (un poquito menos del 50%, habitualmente). Nadie pretende de verdad ponerse de acuerdo: ni gobierno ni oposición; los unos, porque quieren ganar a toda costa, ahora que pueden; los otros, porque se resignan a perder, con la esperanza –tantas veces cumplida en el pasado–de que llegará la hora de su revancha (es decir, volverán a tener mayoría en alguna legislatura y podrán redactar una nueva ley a su gusto).

Este modo de actuar es, a mi modo de ver, el verdadero común denominador de la política española (al menos desde el siglo XIX, tal vez con algunas pequeñas excepciones) y explica en buena medida los fracasos del país en este periodo.

Al político que gobierna le corresponde dirigir el debate, priorizar los asuntos y también tomar las decisiones últimas,  de acuerdo a su propio criterio. Pero eso no significa que tenga carta blanca para imponer sus gustos por encima de todo y de todos. Cuando el ciudadano deposita su voto, no elige quién va a ser el dictador del país durante los próximos cuatro años, sino quién va a tratar de ponernos de acuerdo durante ese tiempo. La democracia no es una alternancia de tiranías.

 

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