martes, 28 de febrero de 2023

Lenguaje, corrección política y pasta gansa

Se ha hablado mucho estos días acerca de las nuevas versiones de las novelas de Roald Dahl e Ian Fleming, expurgadas de cuanto pudiera suponer un motivo de indignación para la corrección política aparentemente imperante.

No quiero repetir los argumentos de quienes consideran este empeño una censura inaceptable y una formidable majadería. Estoy de acuerdo con ellos. Me gustaría insistir en otro hecho que, sin ser desconocido, suele pasar, a mi juicio, algo desapercibido. Me estoy refiriendo a lo que casi siempre es la verdadera madre del cordero: la pasta.

Cuando una editorial decide retocar los textos de un autor (como ya sucedió con Enid Blyton), lo hace porque calcula que así ganará más dinero (o también a la defensiva: porque teme que alguien pueda organizar una campaña en su contra si no lo hace). Lo mismo puede decirse de la productora cinematográfica que se plantea modificar las características básicas del personaje de James Bond. En ningún caso estamos hablando de las convicciones ideológicas o los valores morales de estas empresas: es negocio, puro negocio y nada más que negocio.

Somos tan tontos que nos tragamos su estrategia de ventas y, lo que resulta aún más increíble, permitimos que moldee nuestros gustos, nuestros juicios y nuestras percepciones. Al final, acabamos creyéndonos que lo lógico y normal, que lo éticamente correcto, es no llamar jamás gordo a un gordo, calvo a un calvo, etc. Y todo porque un avispado vendedor pensó que así nos sacaría más dinero.

jueves, 23 de febrero de 2023

Empecinados en lo irrelevante

Al publicar mi último texto, me quedé, una vez más, con la sensación de que no me había sabido explicar del todo bien. Confío en que no parezca que he perdido definitivamente el juicio si, para tratar de enmendarme, comienzo contando un cuento (que adapto de El chapuzas, una historieta de Goofy que leía de niño en la fantástica colección de Dumbo). Vamos allá:

Un hombre tiene un coche que últimamente funciona cada vez peor. Mete mucho ruido, ha perdido potencia, a veces el motor da unos empujones raros... El hombre, preocupado, lo lleva a un taller. Al de un par de días, el mecánico le llama y le dice que puede pasar a recogerlo porque ya está arreglado. Nuestro hombre va a buscar su coche y se lo encuentra reluciente.

 El coche estaba sucísimo le explica el mecánico, así que lo hemos tenido que lavar entero, por fuera y por dentro. También hemos tenido que pulir los tapacubos y cambiar la alfombrilla de los pedales. En total, aquí tiene la factura y le pasa el papel.

 No me lo puedo creer  exclama nuestro hombre, ¿eso es todo lo que has hecho? ¿Ni has mirado el motor? Yo no he traído el coche para que me lo limpies, sino para que me lo arregles. Y lo único que has hecho es enredar en tonterías.

 ¿Pero es que no está mejor ahora que antes? pregunta el mecánico, más bien ofendido.

 Lo que has arreglado son unos detalles sin ninguna importancia que me traían sin cuidado le responde el hombre, el coche sigue estando igual de mal que cuando lo traje. Ahora tendré que llevarlo a un taller de verdad. Y, por supuesto, no pienso pagarte esta factura.

Ya está, éste es el cuento. En esta versión, el descerebrado es el mecánico; pero también podríamos haberlo contado al revés: un hombre que lleva su coche a pintar cuando el motor se está cayendo a pedazos.

Con todos los detalles y los pormenores que queramos añadir, creo que esta historieta del coche expresa bastante bien la ceguera de nuestra sociedad, de la que quise hablar en mi anterior entrada (a cuenta de la señora ministra). Porque así también vamos nosotros, muy ocupados pasando la aspiradora por los asientos de nuestro coche, discutiendo con obstinación si bajamos o subimos una ventanilla, si conviene repintar la carrocería, y de qué color, pero sin prestar atención a si el motor responde como debe, a si tenemos suficiente gasolina, a si conducimos adecuadamente... Y, sobre todo, sin repajolera idea de hacia dónde vamos.

martes, 14 de febrero de 2023

¡Ese cuerpo, señor ministro!

Ninguna parte anatómica de un ministro debería ser motivo de debate político (salvo excepciones evidentes, como, por ejemplo, el cerebro de uno que haya sufrido un ictus). Sin embargo, hace unos días, cierta parte de una ministra originó un buen rifirrafe público. Creo que los motivos principales de esa polvareda fueron dos, en modo alguno excluyentes.

La primera razón es muy simple: la mirada de nuestra sociedad sigue siendo bastante machista. El aspecto personal de las mujeres políticas (iba a escribir públicas) es examinado con un detalle que no se aplica a sus colegas masculinos. Los atuendos, los complementos, el peinado, la forma física... todo sufre un escrutinio implacable por parte de la opinión pública, pero sólo o especialmente– en el caso de las mujeres. El seguimiento periodístico casi diario sobre la ropa utilizada por la reina es, para mí, el ejemplo más llamativo de este desequilibrio.

La segunda razón es más compleja. Tiene que ver con la importancia excesiva que nuestra sociedad actual otorga a los gestos (actos o hechos que implican un significado o una intencionalidad, según la RAE).

No puede decirse que un gesto sea, en sí mismo, algo malo. Más bien al contrario (hablamos siempre, claro está, de gestos positivos). Sin embargo, un gesto no implica ningún compromiso, ninguna acción, no cuesta nada y no supone apenas trabajo. Ante un problema, un gesto puede ayudar, pero tampoco lo soluciona. Más aún, un gesto puede ser la táctica perfecta para disimular o rehuir la responsabilidad que a uno le corresponda: en lugar de un compromiso, en lugar de una acción o un trabajo sostenido, regalo un gesto, que me alivia y da la sensación de empatía necesaria para soslayar lo que de verdad debería hacer.

Los ejemplos son múltiples: no aceptamos a los pobres en nuestro entorno (o a los extranjeros, o a los homosexuales, etc.), pero nos ponemos camisetas solidarias o acudimos a manifestaciones; no somos capaces de hacer un auténtico examen de conciencia sobre nuestros hábitos, pero publicamos tuitts ecologistas, feministas e inclusivos y criticamos con dureza a quien se ponga a tiro por esos motivos; no cumplimos (o lo hacemos deficitariamente) las normas sanitarias, pero aplaudimos desde el balcón; no somos capaces de arrimar el hombro en nuestro entorno, pero nos hinchamos a firmar peticiones en change.org; no dedicamos el esfuerzo necesario a nuestros estudios o nuestro trabajo, pero participamos de la manifestación a favor de la educación o en contra de los recortes;  consentimos el abuso en nuestro entorno, pero firmamos manifiestos contra el bullying; conducimos de aquellas maneras, pero firmamos a favor de una mayor seguridad vial; en el parlamento, los políticos portan camisetas, enseñan carteles, se levantan, patalean, aplauden, se van, cruzan ingeniosidades... pero no cumplen con la función que les hemos encomendado; la lista podría ampliarse sin mayor esfuerzo. Somos una sociedad de gestos, con muy poquito por detrás.

Volviendo al caso que nos ocupa, ¿qué significado o intencionalidad cabe atribuir al hecho de que un ministro una mujer, en este caso no utilice una prenda interior? Es verdad que todo en el mundo puede entenderse como símbolo, aunque tampoco sepamos si esa plurisignificatividad existe de verdad en la naturaleza o se la otorgamos nosotros, gracias a una de esas extrañas habilidades que posee nuestra especie animal. En este caso, las interpretaciones pueden ser han sido, de hecho tan variadas como las miradas de quienes opinan. (Además, debemos sumar otro condicionante, por desgracia cotidiano: la mayoría de las opiniones son torticeras, malintencionadas y buscan por encima de todo desprestigiar al enemigo, sea éste quien sea).

Es más fácil ocuparse de la anatomía de un ministro que formarse una opinión sólida sobre su gestión,  debatirla debidamente y actuar en consecuencia. Que esto suceda más con las mujeres se explica por la primera razón apuntada. Pero en ambos casos, la sociedad tiende a manejar gestos, detalles menores, pequeñeces que le mantienen ocupada y le proporcionan una falsa apariencia de estar al tanto de la cosa pública, pero sin entrar nunca en el meollo de las cosas, sin discriminar las cuestiones importantes, sin plantearse alternativas para la acción, sin asumir nunca responsabilidades. Gestos, gestos y más gestos. Y la realidad, mientras, haciendo de las suyas. Y el hatajo de sinvergüenzas que nos pastorea, también.