viernes, 15 de diciembre de 2023

Los escándalos políticos y la política escandalosa

Me ha llamado la atención la escandalera que se ha montado con el acuerdo del PSN para apoyar la moción de censura de EH Bildu en el ayuntamiento de Pamplona. Desde luego, es llamativo el cambio de opinión producido en las filas socialistas: hace unas pocas semanas aseguraban solemnemente que jamás llegarían a ningún acuerdo con ese partido, y ahora anuncian un acuerdo que parece incluso favorecer más a dicho partido que a ellos mismos. Llueve sobre mojado, además, porque hechos semejantes se han producido también en la reciente formación del gobierno de la nación.

No sé si conozco algún político capaz de salir indemne de una confrontación con su propia hemeroteca, pero hay que reconocer que Don Pedro es un auténtico campeón olímpico en la disciplina de Donde dije digo digo Diego. (¿Podría llegar a ganar la medalla de oro de la modalidad? No lo sé, me niego a pensar en estos asuntos con los mismos parámetros que se aplican al deporte o a los concursos de belleza.)

Para todos los escandalizados, lo escandaloso del cambio ha sido el acuerdo de hoy, no la declaración de intenciones de ayer. Para mí, la cosa es exactamente al revés: lo escandaloso no es que un partido acuerde algo con otro, sino que declare de antemano que jamás estará de acuerdo con él.

Es inevitable que un partido como un persona guste más a unos que a otros; incluso se entiende que pueda resultar detestable para alguien. Una persona particular puede rehuir todo contacto con otra a quien aborrezca; un partido político, no. Los ciudadanos les han encargado la tarea de ponerse de acuerdo, y a ella se deben. Por supuesto, puede darse el caso de que, por mucho que lo intenten, no lleguen a acordar nada; pero es inaceptable que renuncien a ello de antemano, enarbolando no se sabe muy bien qué principios morales o políticos. La democracia no consiste en tener razón, sino en acordar  entre todos las reglas que nos obligamos a cumplir.

Esta facilidad política de rasgarse las vestiduras es, además, unidireccional: el PP se escandaliza de que el PSOE acuerde algo con EH Bildu, porque con esos no se debe acordar nada, mientras que el PSOE se escandaliza de los acuerdos del PP con VOX, por la misma exacta razón. Está claro que los principios deben defenderse (aunque para eso, primero, haya que tenerlos), pero, si impiden la convivencia, tal vez deban ser revisados.

Hay en esta historia otro aspecto que me parece destacable y que sucede, además, en todos las cámaras legislativas del país. El acuerdo pamplonés ya ha sido anunciado, defendido y atacado convenientemente por todos; el debate político ya se ha desarrollado ante los medios de comunicación, de modo que lo que suceda en el pleno municipal es redundante e irrelevante, puesto que todo el pescado está vendido de antemano. Es comprensible, e incluso deseable, que las cosas se vayan tratando y preparando antes de llegar al pleno, pero me parece muy peligrosa esta manera de vaciarlo de contenido.

Con estos procedimientos, el parlamento se convierte en un trámite vacío, donde no se debate ningún asunto, sino que se escenifica una discusión, como si la cámara fuera una extensión de un plató televisivo. De esta manera, el pleno legislativo se convierte en una suerte de toreo de salón, inútil y agotador, donde unos y otros simulan debatir, pero sólo riñen, tratando no de llegar a ningún acuerdo, sino de conseguir simpatías y adhesiones, con la esperanza de que se conviertan, llegado el momento, en votos.

Y luego está lo más grave de todo: que nosotros asistimos a este penoso espectáculo y, en lugar de escandalizarnos, nos parece bien.

martes, 7 de marzo de 2023

Esperanza en lo pequeño

Para Josu. Y hasta aquí puedo leer...

Quien se atreva o se resigne a leer mis pequeñas reflexiones, tal vez pueda sacar la conclusión de que soy un completo cenizo, experto en detectar desgracias y presagiar calamidades. Y algo de razón no le faltaría. Efectivamente, cuando me fijo en los grandes asuntos, en las cosas que juzgo importantes, me pasa como a Quevedo: no hallé cosa en qué poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte. Encuentro en todas partes claros indicios del ocaso de nuestra civilización, del advenimiento de profundos cambios en nuestra travesía de homo sapiens, que siempre se han saldado con miles de individuos pasándolas canutas. Incluso en los apabullantes logros científicos de nuestra época veo las semillas de horizontes turbadores.

Y si me fijo en la gente... ¡Qué decir entonces! La gente, ese compendio amorfo de necios y de lerdos, capaz de todas las majaderías, de todas las locuras, de todas las maldades; la gente, que chapotea en el lodo de su inmediatez de miras, que se regodea en su gregarismo tranquilizador, que busca afanosamente un bienestar o una creencia que le anestesie... Esa gente, incapaz de abrir de verdad los ojos, de la que nada bueno cabe esperar, está sin embargo constituida por personas individuales (¡yo entre ellas!), por una multitud de microcosmos móviles capaces de proezas inimaginables.

Aquí y allá, en mi vida diaria, me topo con personas haciendo cosas magníficas (y también, desgraciadamente, con muchos sinvergüenzas; a veces, incluso, son los mismos). Hablo de pequeños actos un gesto, una frase, una sonrisa, una pequeña acción sin apenas trascendencia, sin un mérito excesivo, pero que consiguen que, por un momento, en ese entorno mínimo, el mundo sea un lugar un poquito mejor.

Si los grandes asuntos, los grandes problemas, las grandes tendencias, parecen gigantescas losas negras cayendo inexorablemente sobre nuestras cabezas para aplastarnos contra el suelo, estas minúsculas hazañas cotidianas son como finísimos rayos de luz ascendente que tratan de horadar esas losas: no pueden romperlas, pero sí hacerlas ligerísimamente más porosas, menos plúmbeas, más soportables.

No me fío de las cosas grandes. Aunque sé que son necesarios, tengo muy poca fe en los grandes ideales, los grandes principios; desconfío del progreso (tal vez porque no consigo averiguar qué es), de los sistemas económicos, de los políticos; y, desde luego, no espero nada de la gente. Sin embargo, sé que sólo las personas pueden construir un futuro mejor. La salvación del mundo no está en los grandes ideales, las grandes obras, las grandes hazañas, sino en la suma de nuestras insignificancias.

Por eso, de todas las grandes palabras, las grandes ideas, hay una en la que todavía me obligo a creer: educación. No hablo de la educación reglada (que también), sino de ese proceso complejo, difuso e inacabable que puede convertir a la gente en personas, a un animal del rebaño en un miembro de la tribu (en palabras de Antonio Escohotado).

La única revolución pendiente, la única revolución posible es la que se desata en el interior de cada uno de nosotros. Esto es especialmente claro en los casos extremos: hay personas que realizan acciones execrables, literalmente imperdonables; sin embargo, estos deshechos de humanidad aún tienen una posibilidad de salvación: dejar de ser esas personas y convertirse en otras, a quienes las acciones cometidas les resulten completamente ajenas. Esto, en el nivel que corresponda en cada caso, es verdad para todos y cada uno de nosotros. 

A todos nos compete liderar nuestra propia revolución, y todos somos capaces de culminarla. ¿A qué esperamos? El futuro de la humanidad no depende de las grandes cosas, sino de esas minúsculas conquistas sobre nuestras miserias.

martes, 28 de febrero de 2023

Lenguaje, corrección política y pasta gansa

Se ha hablado mucho estos días acerca de las nuevas versiones de las novelas de Roald Dahl e Ian Fleming, expurgadas de cuanto pudiera suponer un motivo de indignación para la corrección política aparentemente imperante.

No quiero repetir los argumentos de quienes consideran este empeño una censura inaceptable y una formidable majadería. Estoy de acuerdo con ellos. Me gustaría insistir en otro hecho que, sin ser desconocido, suele pasar, a mi juicio, algo desapercibido. Me estoy refiriendo a lo que casi siempre es la verdadera madre del cordero: la pasta.

Cuando una editorial decide retocar los textos de un autor (como ya sucedió con Enid Blyton), lo hace porque calcula que así ganará más dinero (o también a la defensiva: porque teme que alguien pueda organizar una campaña en su contra si no lo hace). Lo mismo puede decirse de la productora cinematográfica que se plantea modificar las características básicas del personaje de James Bond. En ningún caso estamos hablando de las convicciones ideológicas o los valores morales de estas empresas: es negocio, puro negocio y nada más que negocio.

Somos tan tontos que nos tragamos su estrategia de ventas y, lo que resulta aún más increíble, permitimos que moldee nuestros gustos, nuestros juicios y nuestras percepciones. Al final, acabamos creyéndonos que lo lógico y normal, que lo éticamente correcto, es no llamar jamás gordo a un gordo, calvo a un calvo, etc. Y todo porque un avispado vendedor pensó que así nos sacaría más dinero.

jueves, 23 de febrero de 2023

Empecinados en lo irrelevante

Al publicar mi último texto, me quedé, una vez más, con la sensación de que no me había sabido explicar del todo bien. Confío en que no parezca que he perdido definitivamente el juicio si, para tratar de enmendarme, comienzo contando un cuento (que adapto de El chapuzas, una historieta de Goofy que leía de niño en la fantástica colección de Dumbo). Vamos allá:

Un hombre tiene un coche que últimamente funciona cada vez peor. Mete mucho ruido, ha perdido potencia, a veces el motor da unos empujones raros... El hombre, preocupado, lo lleva a un taller. Al de un par de días, el mecánico le llama y le dice que puede pasar a recogerlo porque ya está arreglado. Nuestro hombre va a buscar su coche y se lo encuentra reluciente.

 El coche estaba sucísimo le explica el mecánico, así que lo hemos tenido que lavar entero, por fuera y por dentro. También hemos tenido que pulir los tapacubos y cambiar la alfombrilla de los pedales. En total, aquí tiene la factura y le pasa el papel.

 No me lo puedo creer  exclama nuestro hombre, ¿eso es todo lo que has hecho? ¿Ni has mirado el motor? Yo no he traído el coche para que me lo limpies, sino para que me lo arregles. Y lo único que has hecho es enredar en tonterías.

 ¿Pero es que no está mejor ahora que antes? pregunta el mecánico, más bien ofendido.

 Lo que has arreglado son unos detalles sin ninguna importancia que me traían sin cuidado le responde el hombre, el coche sigue estando igual de mal que cuando lo traje. Ahora tendré que llevarlo a un taller de verdad. Y, por supuesto, no pienso pagarte esta factura.

Ya está, éste es el cuento. En esta versión, el descerebrado es el mecánico; pero también podríamos haberlo contado al revés: un hombre que lleva su coche a pintar cuando el motor se está cayendo a pedazos.

Con todos los detalles y los pormenores que queramos añadir, creo que esta historieta del coche expresa bastante bien la ceguera de nuestra sociedad, de la que quise hablar en mi anterior entrada (a cuenta de la señora ministra). Porque así también vamos nosotros, muy ocupados pasando la aspiradora por los asientos de nuestro coche, discutiendo con obstinación si bajamos o subimos una ventanilla, si conviene repintar la carrocería, y de qué color, pero sin prestar atención a si el motor responde como debe, a si tenemos suficiente gasolina, a si conducimos adecuadamente... Y, sobre todo, sin repajolera idea de hacia dónde vamos.

martes, 14 de febrero de 2023

¡Ese cuerpo, señor ministro!

Ninguna parte anatómica de un ministro debería ser motivo de debate político (salvo excepciones evidentes, como, por ejemplo, el cerebro de uno que haya sufrido un ictus). Sin embargo, hace unos días, cierta parte de una ministra originó un buen rifirrafe público. Creo que los motivos principales de esa polvareda fueron dos, en modo alguno excluyentes.

La primera razón es muy simple: la mirada de nuestra sociedad sigue siendo bastante machista. El aspecto personal de las mujeres políticas (iba a escribir públicas) es examinado con un detalle que no se aplica a sus colegas masculinos. Los atuendos, los complementos, el peinado, la forma física... todo sufre un escrutinio implacable por parte de la opinión pública, pero sólo o especialmente– en el caso de las mujeres. El seguimiento periodístico casi diario sobre la ropa utilizada por la reina es, para mí, el ejemplo más llamativo de este desequilibrio.

La segunda razón es más compleja. Tiene que ver con la importancia excesiva que nuestra sociedad actual otorga a los gestos (actos o hechos que implican un significado o una intencionalidad, según la RAE).

No puede decirse que un gesto sea, en sí mismo, algo malo. Más bien al contrario (hablamos siempre, claro está, de gestos positivos). Sin embargo, un gesto no implica ningún compromiso, ninguna acción, no cuesta nada y no supone apenas trabajo. Ante un problema, un gesto puede ayudar, pero tampoco lo soluciona. Más aún, un gesto puede ser la táctica perfecta para disimular o rehuir la responsabilidad que a uno le corresponda: en lugar de un compromiso, en lugar de una acción o un trabajo sostenido, regalo un gesto, que me alivia y da la sensación de empatía necesaria para soslayar lo que de verdad debería hacer.

Los ejemplos son múltiples: no aceptamos a los pobres en nuestro entorno (o a los extranjeros, o a los homosexuales, etc.), pero nos ponemos camisetas solidarias o acudimos a manifestaciones; no somos capaces de hacer un auténtico examen de conciencia sobre nuestros hábitos, pero publicamos tuitts ecologistas, feministas e inclusivos y criticamos con dureza a quien se ponga a tiro por esos motivos; no cumplimos (o lo hacemos deficitariamente) las normas sanitarias, pero aplaudimos desde el balcón; no somos capaces de arrimar el hombro en nuestro entorno, pero nos hinchamos a firmar peticiones en change.org; no dedicamos el esfuerzo necesario a nuestros estudios o nuestro trabajo, pero participamos de la manifestación a favor de la educación o en contra de los recortes;  consentimos el abuso en nuestro entorno, pero firmamos manifiestos contra el bullying; conducimos de aquellas maneras, pero firmamos a favor de una mayor seguridad vial; en el parlamento, los políticos portan camisetas, enseñan carteles, se levantan, patalean, aplauden, se van, cruzan ingeniosidades... pero no cumplen con la función que les hemos encomendado; la lista podría ampliarse sin mayor esfuerzo. Somos una sociedad de gestos, con muy poquito por detrás.

Volviendo al caso que nos ocupa, ¿qué significado o intencionalidad cabe atribuir al hecho de que un ministro una mujer, en este caso no utilice una prenda interior? Es verdad que todo en el mundo puede entenderse como símbolo, aunque tampoco sepamos si esa plurisignificatividad existe de verdad en la naturaleza o se la otorgamos nosotros, gracias a una de esas extrañas habilidades que posee nuestra especie animal. En este caso, las interpretaciones pueden ser han sido, de hecho tan variadas como las miradas de quienes opinan. (Además, debemos sumar otro condicionante, por desgracia cotidiano: la mayoría de las opiniones son torticeras, malintencionadas y buscan por encima de todo desprestigiar al enemigo, sea éste quien sea).

Es más fácil ocuparse de la anatomía de un ministro que formarse una opinión sólida sobre su gestión,  debatirla debidamente y actuar en consecuencia. Que esto suceda más con las mujeres se explica por la primera razón apuntada. Pero en ambos casos, la sociedad tiende a manejar gestos, detalles menores, pequeñeces que le mantienen ocupada y le proporcionan una falsa apariencia de estar al tanto de la cosa pública, pero sin entrar nunca en el meollo de las cosas, sin discriminar las cuestiones importantes, sin plantearse alternativas para la acción, sin asumir nunca responsabilidades. Gestos, gestos y más gestos. Y la realidad, mientras, haciendo de las suyas. Y el hatajo de sinvergüenzas que nos pastorea, también.

martes, 3 de mayo de 2022

La concentración del capital

La lista de los problemas que aquejan al mundo es larga y complicada. Si buscamos su concreción, acabamos perdidos en una casuística enmarañada; si, por el contrario, buscamos la generalización, acabamos manejando formulaciones vanas, sin apenas valor para la acción real.

Creo que lo más inteligente no lo más fácil es identificar, en esta madeja de desgracias e indignidades, un hilo largo que pueda desenmarañarse, al menos parcialmente, para conseguir así reducir el tamaño y la complejidad de la madeja. Tal vez haya varios de esos elementos clave, pero yo señalo uno: la concentración de la riqueza.

Por supuesto, siempre ha habido ricos y pobres, y éstos siempre han sido más que aquéllos. No sé si éste es el momento histórico en el que menos gente acumula más riqueza (no importa, en realidad), pero es evidente que la concentración del capital ha aumentado en los últimos cuarenta años.

Es difícil explicar debidamente este proceso, presentar ordenadamente todos los datos imprescindibles para caracterizar el fenómeno, esclarecer las causas, las tendencias, etc. Renuncio a ello de antemano. No me resisto, sin embargo, a presentar algunos datos desordenados.

Un informe de la Oficina de Presupuesto del Congreso de los Estados Unidos de 2016 (que leo en el CNN español) estimaba que el 10% de las familias poseían el 76% de la riqueza total del país. Además, la concentración se había acrecentado en los últimos años. Así, entre 1989 y 2013, las familias situadas en el percentil 90 habían incrementado su riqueza en un 54%; las del percentil 50, sólo un 4%; pero las del percentil 25 habían perdido el 6% de su riqueza. 

Con la pandemia, la concentración ha aumentado de una manera obscena. Según un informe de 2020 de la organización American for Tax Gairness (ATF) (que puede leerse, entre otros, en el canal gubernamental France 24), los multimillonarios americanos habían ganado en esa fecha más un un billón de dólares con la pandemia. En palabras de su director ejecutivo, Frank Clemente«nunca antes Estados Unidos había visto tal acumulación de riqueza en tan pocas manos». La cosa parece incluso más increíble, porque, a día de hoy, la ATF afirma que los beneficios pandémicos de los multimillonarios son ya de 2 billones. ¡Más de la cantidad que la administración Biden va a dedicar a su plan nacional de estímulo

En España, los cinco grandes bancos (Santander, BBVA, Caixabank, Bankinter y Sabadell) ganaron en 2021 casi 20.000 millones de euros. (No debemos olvidar que hace muy poquitos años les regalamos entre todos una millonada indecente.) Ese mismo año, esos bancos se deshicieron de unos 16.000 trabajadores (fuente). Por concretar más un caso, el BBVA, que en 2021 ganó más del triple que el año anterior (fuente), ha batido su récord de beneficios trimestrales en este primer trimestre del 2022: 1651 millones, el 36% más que el mismo periodo del año anterior (fuente). Todas las grandes empresas presentan números similares: Iberdrola ganó 3.885 millones en 2021 y prevé ganar más de 4.000 este año (fuente); Inditex triplicó su beneficio el 2021 (fuente); Repsol ha duplicado su beneficio en el primer trimestre del 2022 (fuente); la cuenta sería interminable.

Si ampliamos el foco, vemos que la desregularización de finales del siglo pasado y la tan cacareada globalización han tenido efectos inciertos para el común de los ciudadanos, pero han generado unos beneficios estratosféricos para unos pocos. De modo similar, la revolución tecnológica ha propiciado evidentes ventajas para todos, pero también ha generado un ramillete de Crasos contemporáneos (Bill Gates, Mark Zuckerberg, Jeff Bezos, Elon Musk, Larry Page, etc.). Y encima tenemos que tragar con la pantomima de que varios de estos multimillonarios son unos filántropos, cuando nunca han dejado de ser unos depredadores.

Yo no soy economista, pero me parece claro que en las últimas décadas hemos asistido a una imparable financiarización de la economía. No deberíamos olvidar que, en general, la actividad económica genera riqueza tangible, mientras que la actividad financiera, no. Los fondos de inversión han colonizado la actividad económica, de modo que ahora controlan un porcentaje cada vez mayor de las empresas y los negocios. (Es sorprendente, además, lo incautos que somos: primero celebramos que tal o cual empresa haya sido adquirida por no sé qué fondo internacional, y algunos años después nos escandalizamos porque dicho fondo haya decidido desmantelarla para seguir con su negocio la extracción de pasta fresca de las venas de todos y de todo en otra parte.)

Las cosas llegan a extremos verdaderamente inconcebibles. El mercado mundial del cereal es controlado en su mayor parte por cuatro empresas gigantescas, que se conocen como ABCD: ADM, Bunge, Dreyfous y Cargill. Esta última es la empresa líder. Tiene 166.000 empleados en 66 países y en 2021, con 121.000 millones de euros de facturación, obtuvo los mayores beneficios de sus más de 150 años de vida (fuente). Su montaje es sencillo: si hay una buena cosecha, se forran; si la cosecha es mala, también, porque quienes se arruinan son los agricultores. Ahora, la guerra de Ucrania llevará los precios a un límite insostenible para casi todos. Hay que tener presente que el precio de la próxima cosecha de cereal del mundo se cocina en la bolsa de Chicago. Con la crisis financiera de 2008, la especulación se trasladó en buena medida a este mercado, que ofrecía enormes oportunidades de enriquecimiento (a costa del prójimo, obviamente). Desde entonces, los precios no han dejado de subir, y los grandes no han hecho otra cosa que forrarse. Lejos de corregir esta locura, el mundo sigue abundando en el error, porque ya se ha comenzando esta misma carrera con el recurso más básico para nuestra existencia: el agua

Todo esto es sencillamente suicida y debe, por tanto, corregirse. ¿Cómo? No será sencillo, pero sólo cabe una manera: la regularización, es decir, la promulgación de leyes que no permitan el saqueo sistemático de los recursos y no promuevan semejante concentración del capital. Sin embargo, la legislación internacional, cada vez más tupida y compleja, preserva  y hasta cultiva unos llamativos agujeros negros para que todos estos fenómenos prosperen, es decir, para que la riqueza continúe con su proceso imparable de concentración. Nuestras democracias occidentales, cada vez más sensibles para según qué cosas, son ciegas a estas cuestiones, obviamente más importantes. No las ven, no quieren verlas o no quieren reconocer su incapacidad para corregirlas. En todo caso, de un modo o de otro, son cómplices.

Cuando hablo de las democracias occidentales, no me refiero sólo al hatajo de truhanes e incompetentes que copan los puestos de responsabilidad pública, sino a todos nosotros. Este asunto daría para mucho, pero apunto algunas ideas rápidas:

  • Alguien podría decir que me he vuelto más comunista que los mismísimos bigotes de Stalin. Sin embargo, nada de lo anterior tiene que ver con el comunismo, sino con el puro sentido común.
  • Aquí no hablamos de modelos económicos o sociales, sino de unos mínimos de justicia y decencia en nuestra convivencia.
  • Me parece que la izquierda (sea eso lo que sea) ha hecho una claudicación histórica: ha renunciado a regular los resortes básicos del modelo económico (su finalidad fundacional) y se ha volcado sobre otros asuntos no carentes de interés, pero evidentemente secundarios. El feminismo es el ejemplo perfecto de una causa sin duda justa y necesaria, pero utilizada como cortina de humo o maniobra de distracción de problemas más importantes.
  • Es tremendo comprobar que estas cuestiones han desaparecido prácticamente del discurso público de políticos, periodistas, profesores, científicos, pensadores, etc. Y es aún más tremendo que sólo se escuchen debidamente distorsionadas por las ideologías respectivas, si es que pueden llamarse así en los discursos de las sectores más extremos, a izquierda y derecha.

En definitiva, no sé qué es peor, que nos roben concienzudamente, aumentando la injusticia global y envenenando nuestro futuro, o que no nos demos cuenta.

martes, 8 de marzo de 2022

De nuevo sobre líderes y liderazgo

Para Arantza, que me ha invitado a pensar mejor.

En mi escrito anterior sobre los líderes y el liderazgo, me temo que traté el asunto de una manera un tanto superficial (como corresponde a lo limitado del espacio y lo aún más limitado de mis conocimientos), sin entrar en el meollo de la cuestión. Trataré ahora de enmendar mi falta, en la medida de mis pobres posibilidades.

En primer lugar, creo que los conceptos de líder o de liderazgo son en buena medida eufemísticos. Imaginemos, por ejemplo, a un joven que acaba de firmar su primer contrato laboral. El dueño de la empresa le da la mano y le dice:

— Bienvenido, ya eres un nuevo colaborador de la empresa, ahora yo seré tu líder.

— No, no te equivoques le corrige el nuevo empleado, demasiado joven para haber aprendido aún a callar, yo trabajaré para ti y tú serás mi jefe.

También podemos recordar una frase escuchada con cierta frecuencia:

— Fulanito lidera un equipo de X personas.

— No  corregiría nuestro joven osado, Fulanito manda un equipo de X personas.

Un tercer ejemplo: muchas empresas han dejado de tener una "jefatura de personal" para disponer de un "departamento de gestión de personas" (o alguna otra formulación similar).

En estos casos constatamos que, cuando decimos líder, estamos queriendo decir jefe; cuando hablamos de liderazgo, estamos en realidad hablando de mando o, de modo más general, de poder. Pero, no sé por qué, en nuestra sociedad, tan exquisitamente igualitaria y democrática, está mal visto ejercer el poder; más aún: parece que todo poder estuviera esencialmente deslegitimado, o por lo menos fuera sospechoso per se. Y para procurar que la idea de poder quede camuflada, utilizamos el eufemismo, de modo que los jefes se convierten en líderes, los empleados en colaboradores y el poder en liderazgo.

Sin embargo, de esta manera incurrimos en un grave error, porque, sin darnos cuenta aunque me temo que algunos sí que son plenamente conscientes acabamos manejando una idea mucho más amplia y peligrosa: colaborar exige una implicación personal mayor que obedecer; a un jefe se le obedece de ocho a dos, pero a un líder se le sigue a todas horas; una empresa tiene derecho a gestionar el quehacer de su empleado, pero de ningún modo tiene derecho a gestionar su persona. Camuflando una relación de obediencia, se nos ha colado otra de dependencia y sometimiento.

En segundo lugar, el liderazgo debe ser, a mi modo de ver, un reconocimiento ajeno y a posteriori. Dentro de un grupo humano, del tipo que sea, a veces o sea, no siempre– sucede que una persona, por sus cualidades o su desempeño, se constituye en la más importante de todas, en el núcleo o el alma de dicho grupo. Esa consideración, además, casi siempre es implícita o tácita y no ha sido buscada por la persona en cuestión. 

Otra cosa diferente es que ese grupo, si necesita llevar a cabo un trabajo, se organice para ello de la manera que estime conveniente, estableciendo diferentes funciones que impliquen que uno mande y otro obedezca. (Cuando el grupo en cuestión se organiza de forma jerárquica, esas funciones son inevitables.) Pero esa persona que manda o dirige será al menos en principio un encargado o un jefe, nunca un líder.

Lo que es un disparate absurdo es que alguien se constituya en líder de un grupo humano por decreto, a priori, sin haberse ganado previamente esa consideración por parte de sus compañeros. Si alguien se acerca a un grupo diciendo "yo voy a ser vuestro líder", ese fulano es un usurpador, un aprendiz de tirano, un necio con ínfulas de grandeza.

En definitiva, creo que la creciente ola de líderes y liderazgo que estamos sufriendo es de carácter eufemístico y apriorístico. Dos graves errores que mantienen mis pilotos rojos de alarma a pleno rendimiento.