viernes, 20 de noviembre de 2020

Las crisis, los políticos y la memoria

Cuando la crisis financiera de 2008, se nos repitió que los males eran mayores en España que en otros países porque nuestro sistema económico tenía una excesiva dependencia de la construcción y del turismo. Como si eso se debiera al azar, o a algún oscuro designio divino. Porque a nuestros dirigentes se les olvidó mencionar que esa situación no era sino el resultado de una larga cadena de decisiones políticas (sus decisiones políticas), que comenzó como poco con los procesos de reconversión industrial de los ochenta y continuó con las medidas liberalizadoras de los noventa.

Algo más tarde, recuerdo a Mariano Rajoy, recientemente nombrado presidente, explicándonos que su tarea era hercúlea, porque, para salir de la crisis, tenía que dar la vuelta a un sistema productivo inadecuado. Como si eso se debiera expresamente a la gestión de Zapatero. Y también lo recuerdo, unos cuantos meses después, felicitándose públicamente porque no se sabía si gracias a él o al Altísimo los datos españoles del turismo y del ladrillo se estaban recuperando rápidamente. Y no puedo dejar de recordar mi estupefacción cuando nadie pareció darse cuenta del truco de trilero que acababa de colarle al país entero.

Y así hemos seguido. Ahora, con la pandemia, resulta que, una vez más, parece que España va a salir peor parada que sus vecinos, en buena medida por el gran peso relativo que, en su economía, poseen el turismo y la hostelería, que son casi los primeros sectores en caer con las obligadas restricciones. 

(Es verdad que también se ha esgrimido la mala gestión pública como razón de esa mayor afectación de la pandemia en España; pero, sin negar la mayor quién podría alabar el proceder de nuestros políticos durante estos meses, aún no está claro el grado de su influencia real en la crisis que nos está cayendo encima.) 

"Muchos negocios del sector no van a resistir esta crisis", avisan, con razón, los afectados. Se ve como una catástrofe (y sin duda lo es para sus profesionales), pero parece que a nadie se le ocurre que parte del problema podría ser, sencillamente, que el sector era demasiado grande, y que esa hipertrofia no era en realidad buena para la economía nacional.

En todos estos largos meses, ¿alguien ha oído a algún político, o a algún opinador público, reflexionar sobre la oportunidad que esta crisis podría representar para encarar de una vez por todas la necesaria revitalización de los sectores económicos básicos? Los pocos que lo han dicho han sido voces clamando en el desierto. Claro que hacer eso exige un plan ambicioso y bien diseñado, un compromiso firme por parte de todos, un trabajo arduo y sostenido durante mucho tiempo... Vaya, que hacer eso es muy difícil; es mucho más sencillo repartir dinero (y, de paso, se refuerzan las redes clientelares de votos). Así las cosas, de lo que se ha hablado estos meses sin parar, un día sí y otro también, ha sido de los bares, que son, al parecer, lo único que de verdad nos preocupa.

De esta crisis iremos saliendo más o menos como de la anterior: todos un poco más pobres y algunos completamente arruinados (sin olvidar a los poquísimos privilegiados que se harán de oro). Y cuando, unos años después, venga la próxima que vendrá, que nadie lo dude, el político de turno nos explicará, con su habitual desfachatez, que a España le toca padecerla con más virulencia que sus vecinos, debido a la "particular configuración de su sistema productivo". ¿Y saben qué es lo más increíble? Que colará.


miércoles, 11 de noviembre de 2020

Pandemia y hosteleros

Los hosteleros están que trinan contra las restricciones que afectan a sus negocios y reclaman muchas más ayudas que las ya prometidas. Es comprensible. En estas líneas, quiero preguntarme si es también razonable.

En primer lugar, los hosteleros afirman que se han visto poco menos que atacados por la Administración, que les ha asaetado con un sinfín de normas y cortapisas; yo, en cambio, entiendo que esas restricciones no han sido sino las lógicas y normales dada la situación. No hay que olvidar, en este sentido, dos cosas: la primera, que no estamos hablando de una actividad esencial (podría ser aceptable asumir un riesgo para ir a trabajar, pero no para beber cerveza); la segunda, que los hábitos de consumo de un bar son, de suyo, más peligrosos y menos controlables que los de otros establecimientos.

Más aún, yo diría que la hostelería ha sido tratada con especial benevolencia. Parece que se nos ha olvidado que, en cuanto se fue levantando el confinamiento de marzo, se dictaron medidas de apoyo a los hosteleros, que pudieron colocar terrazas (o ampliar las existentes) sin pagar por ellas, ocupando aceras, aparcamientos y plazas públicas. Nótese que los bares fueron los únicos establecimientos comerciales que recibieron algún trato de favor por parte de la Administración, porque, al menos durante aquellas semanas, parecía que lo único que importaba a la sociedad era dónde poder tomarse una cervecita.

En segundo lugar, los hosteleros afirman que han cumplido a rajatabla todas esas restricciones. Yo afirmo lo contrario. Y me parece bastante fácil probarlo. ¿Cuántos bares tenían las mesas a la distancia obligada? ¿Cuántas mesas y sillas han sido higienizadas después de cada uso? ¿Cuántos bares han impedido los grupos numerosos? Ninguna de estas cuestiones es opinable, sino perfectamente mensurable. (Otra cosa, y muy vergonzosa, por cierto, es que, al parecer, ninguna autoridad se haya dedicado a hacerlo.)

En este punto, conviene hacer otra matización: los hosteleros afirman que ellos no pueden ser los responsables del cumplimiento de las normas comunes en sus establecimientos (lo de las mascarillas, básicamente), porque no son agentes de la ley ni tienen poder sancionador. Y no les falta razón... aunque sólo en parte. Es verdad que no pueden obligar a nadie a cumplir normas, pero sí pueden reclamar su cumplimiento, negar el servicio a quien no las cumple, o incluso solicitar el auxilio de la autoridad pertinente. Aquí nos podría valer la experiencia de hace unos años con el tabaco. Con todo, el caso es que no hace falta recurrir a las mascarillas para afirmar que los hosteleros no han cumplido las normas, porque quedan todas las demás. ¿De quién dependía su cumplimiento, sino de ellos mismos? 

Según mi experiencia, sólo unos pocos bares han cumplido con todas las exigencias, mientras que bastantes más se las han pasado por el arco de triunfo; entre esos dos extremos, la mayoría de los bares ha cumplido las normas de una manera más o menos parcial. Por ejemplo, en mi localidad yo sólo conozco dos bares que se han esforzado por cumplir todas las normas, mientras que podría mencionar más de media docena que las han incumplido olímpicamente desde el primer día. (Otro detalle de mi localidad sobre el trato de favor a la hostelería: al bajar la persiana, los bares han dejado las mesas y las sillas en la calle; ¿acaso yo puedo guardar en la calle durante un mes los trastos que me estorban en casa?)

Sólo los pocos hosteleros que han cumplido con sus obligaciones tienen el derecho a reclamar las ayudas comunes; quien no cumple con sus obligaciones pierde ese derecho. Sin embargo, aquí se trata por igual a todos. De hecho, me atrevería a suponer (porque así sucede tantas veces) que quien con más fiereza reclama ahora la ayuda pública es seguramente quien con más desfachatez ha faltado a sus obligaciones, mientras que el esforzado cumplidor apenas levantará la voz para solicitar nunca exigir ayudas. De todas maneras, en esto nuestros gobernantes han fallado, una vez más, estrepitosamente: no sólo no se han ocupado de que se cumplieran sus propias normas, sino que ni tan siquiera saben quién lo ha hecho y quién no.

En definitiva, creo que no va a quedar más remedio que ayudar con más dinero a los hosteleros, y me temo que va a ser imposible hacer distingos entre ellos. Pero nos debería quedar clara una cosa: ayudar por igual a quien lo merece y a quien no, premiar o castigar por igual a justos y pecadores, no es construir una sociedad más solidaria, sino más injusta.