martes, 27 de octubre de 2020

El nuevo estado de alarma (segunda parte)

El aspecto tal vez más polémico del Real Decreto 926/2020 es el del plazo del estado de alarma, que se establece para quince días, pero que se pretende ampliar hasta los seis meses. En este punto se ha armado, una vez más, la marimorena. Todos a la derecha del PSOE han clamado contra la imposición tiránica y liberticida de Sánchez. Olvidan, sin embargo, que no se trata de ninguna imposición, sino sólo de una propuesta para presentar ante el Parlamento. Los diferentes grupos parlamentarios pueden también presentar las suyas. Y lo que el Congreso finalmente apruebe se supone que reflejará la soberanía popular. ¿O no somos todos demócratas de toda la vida?

Resulta tan llamativo como penoso que las rasgaduras de vestidura hayan sido más rotundas cuanto más a la derecha. Así por ejemplo, destacados políticos de Vox dejaban perlas como que el gobierno quiere acabar no sólo con la constitución, sino con las libertades y los derechos de los españoles (Herman Tertsch), o  que España avanza por el camino del totalitarismo, con el apoyo de los medios y políticos del consenso; en Venezuela ya conocen esta película (Iván  Espinosa de los Monteros). Incluso algún medio afín dejaba un titular sencillamente falso: Sánchez decreta un nuevo estado de alarma de 6 meses con toque de queda obligatorio hasta el 9 de noviembre (Libertad Digital). ¡Qué cosas! Nostálgicos del franquismo con pretensiones totalitarias, disfrazados de adalides de la libertad. Como tantas otras veces, se cumple el viejo dicho de que habla más quien menos debe.

Superado este primer escollo (donde algunos se quedan atorados, como hemos visto), toca ahora considerar las razones por las que Sánchez propone el plazo de seis meses. Para ello, no podemos olvidar las trifulcas que se montaron durante el anterior estado de alarma cada vez que se discutía su prórroga en el Congreso. La oposición utilizó estos debates para atacar sin piedad al gobierno (no tanto a su gestión, y mira que era fácil), de modo que la necesaria continuidad de la medida de excepción estuvo no pocas veces en la cuerda floja. Con esa experiencia previa, es comprensible que Sánchez intente evitarse estos malos tragos. Claro que también él trata de aprovecharse de las circunstancias y salir del Congreso con una carta blanca para un plazo sin duda excesivo. (Tal vez un plazo de seis meses no acabe siendo, desgraciadamente, excesivo; pero la desmesura está en establecerlo de antemano.) En definitiva, aquí sucede también lo del dicho popular: se juntan el hambre con las ganas de comer.

Si por mi fuera, votaría no a un plazo de seis meses, pero no me opondría a otro mayor de quince días. Todo puede discutirse. Lo que no debe suceder, bajo ningún concepto, es que se repitan los bochornosos espectáculos de las anteriores prórrogas. Nos jugamos demasiado como para consentirlo.

El nuevo estado de alarma (primera parte)

Ya tenemos otro estado de alarma, con las restricciones correspondientes. Lo han vuelto a hacer: puesto que con las medidas anteriores no se ha conseguido nada, endurecemos las medidas. ¿Pero por qué las medidas anteriores no han conseguido nada? Ah, sobre eso, ni media palabra. Los gobernantes vuelven a escamotear, una vez más, su responsabilidad. Por una parte, si las medidas eran insuficientes, es su falta; por otra, si las medidas eran adecuadas, pero no se cumplían, la responsabilidad es doble: de quien las incumple, en primer lugar, y de quien tenía la responsabilidad de hacerlas cumplir, en segundo lugar. Se mire como se mire, nuestros gobernantes no pueden salir incólumes de esta situación. La declaración del estado de alarma no es sino la constatación de su incapacidad. 

La crítica debe abarcar tanto a gobernantes como a gobernados. Pero tampoco debe olvidarse que las responsabilidades de unos y otros no son comparables. Además del gobierno central y los autonómicos, me parece que no se ha enfatizado como merece la responsabilidad de los Ayuntamientos, que son los que más directamente deben hacer cumplir las medidas, y que, a mi modo de ver, están haciendo, en general, una clara dejación de su responsabilidad.

De las restricciones que se exponen en el Real Decreto que declara el estado de alarma, la que parece más importante a juzgar por la polvareda mediática que ha levantado es la del toque de queda. A mí, la verdad, la cosa me deja algo confuso. Veamos: en mi Comunidad, desde el 18 de agosto, los bares debían cerrar a la una, pero sin que nadie pudiese entrar o pedir nada desde las doce. No veo, pues, gran diferencia con lo de ahora. Por otra parte, en cuanto los bares cerraban, ¿por qué permanecía tanta gente en la calle (¡y sin mascarilla!), si estaba prohibido consumir y formar grupos de más de 10 personas? Si de verdad el ocio nocturno era el caldo de cultivo para una buena parte de los contagios (como se lee en el capítulo II del Real Decreto), no era sino porque no se cumplían las normas establecidas. ¿Y quién era el responsable de hacerlas cumplir? Volvemos al punto inicial.

Pero eso no es todo. Yo no sé si es en la actividad nocturna donde se ha observado un relajamiento importante de las medidas estipuladas (R.D. 926/2020, cap. II, p. 91913), pero sí sé que las medidas también se han incumplido en la actividad diurna; y que las autoridades, también por el día, han abdicado de su responsabilidad para hacer cumplir sus propias normas. Con el toque de queda, no sé lo que va a pasar por la noche, pero no tengo ningún motivo para creer que las cosas vayan a variar de seis a once.

El abecé del mando dice que no puede darse una orden que no se esté en condiciones de hacer cumplir.  Toda prohibición gubernativa debe ir acompañada de la previsión para su cumplimiento, aunque todos somos conscientes de que, en esta situación excepcional, no podrá conseguirse al cien por cien. Sin esa segunda parte, las restricciones son un puro desideratum, un mero brindis al sol.

En definitiva, esta medida del toque de queda me parece algo parecido a prohibir la circulación para evitar los accidentes de tráfico: efectivo, sin duda, pero también una implícita declaración de impotencia e incompetencia.

viernes, 16 de octubre de 2020

De bancos, injusticias y deberes

De niño creía, inocente de mí, que un banco era un sitio en el que yo podía depositar mi poquito dinero para que estuviera seguro. Los profesionales del banco, juntando los muchos pocos de la gente como yo, eran capaces de hacer grandes negocios, completamente vedados para mí, y obtenían así pingües ganancias, que nos repartíamos: a mí me daban una pequeña parte y el resto, descontando los gastos de su gestión y mantenimiento, constituía su beneficio. El truco estaba en que era el banco quien decidía los porcentajes del reparto y ni tan siquiera lo comunicaba a sus clientes, de modo que era lógico sospechar que ellos se quedaban casi con todo y a mi me devolvían unas migajas. Pero, sea como fuese, el caso es que las dos partes ganaban. Unos más que otros, sí, pero ganábamos ambos.

En los últimos años, sin embargo, la cosa ha cambiado. Los bancos han ido pervirtiendo cada vez más las condiciones iniciales del trato. Ahora, los costes de su trabajo no los descuentan de su parte del reparto (es decir, de su beneficio), sino que me los cobran directamente: me cobran por coger mi dinero, me cobran por tener mi dinero guardado, me cobran por hacer negocios con mi dinero y me cobran por devolvérmelo. (Por supuesto, sé que todo esto no es exactamente así a día de hoy en todas las entidades financieras; pero creo no faltar a la verdad en las líneas generales.)

Además de cobrarme directamente sus gastos, aumentando así sus beneficios, los bancos han reducido hasta la vergüenza el porcentaje que me devuelven, de modo que ahora tampoco se cumple  la primera premisa del tinglado: que mi dinero esté seguro. Porque cuando el interés que obtengo se queda muy por debajo de la inflación, estoy perdiendo mi dinero. Los bancos tratan de justificarse aludiendo a las circunstancias externas (el precio del dinero, etc.), pero sus razones no resultan creíbles cuando los beneficios de la entidad aumentan año tras año. 

Por tanto, el resultado de este proceso es que el trato básico ha sido modificado por una de las dos partes, sin permiso de la otra y en contra de sus intereses: ahora ellos ganan (cada vez más) y yo pierdo.

Otra salvedad: ya sé que esto no sucede si el dinero que uno confía al banco supera determinada cantidad. Pero esta particularidad, o excepción a la regla general, lejos de disminuir el escándalo, lo agrava.

En castellano, la palabra fetén para describir todo esto es, sencillamente, "robo". Hilando un poco más fino, podría plantearse si le convendría más la palabra "hurto", por aquello de que el banco no ejerce violencia ni fuerza. Pero, para ser hurto, también tiene que haber ausencia de intimidación. Y resulta muy difícil no verla, cuando los clientes carecemos del menor margen de maniobra y sólo podemos sacar (pagando) nuestro dinero de un banco... para llevarlo (pagando) a otro. Así mirado, puede que la palabra más ajustada sea otra: "extorsión". 

Por supuesto, un experto en derecho podría hacer correr ríos de tinta acerca de todas estas cuestiones. El caso es que la ley puede decir lo que quiera, pero, en román paladino, cuando uno se queda con el dinero del otro en contra de su voluntad, le está robando. Y eso, por si a alguien le cabe alguna duda, está muy mal. Lo increíble lo indignante es que las leyes nacionales e internacionales toleren y bendigan el robo y la injusticia.

¿Qué hay que hacer? ¿Qué podemos hacer? No debemos centrarnos en el castigo que merecen los culpables (por muy tentador que resulte), sino en cambiar las leyes para que lo injusto no sea legal. Y eso no se consigue arrojando piedras a las sucursales, ni quemando cajeros automáticos, sino con la herramienta de siempre: educación. Hay que procurar que cada vez más gente sea consciente de las cosas, las comprenda y sepa qué hay que hacer para forzar los cambios precisos. Tenemos que conseguir que nuestros políticos asuman la tarea y tenemos que apoyarlos cuando la emprendan. Es mucho más fácil decirlo que hacerlo. Porque lo que tiene que cambiar, en definitiva, es el equilibrio de poder entre la política y el capital. Nuestras sociedades deben volver a ser democracias (como si eso fuese una panacea) y dejar de ser lo que actualmente son: una plutocracia con urnas en los balcones.

viernes, 9 de octubre de 2020

De discusiones, riñas y periodistas

Discutir o debatir un asunto es una de las actividades humanas más nobles y elevadas. En un debate, uno ofrece al otro sus razones para que éste las examine y, eventualmente, las corrija o las refute. El objetivo del debate no es rechazar las razones del otro, ni hacer que éste reconozca que estaba equivocado es decir, ganar, sino conseguir ambos una mejor comprensión del asunto tratado; en definitiva, acercarse a la solución del problema, a la verdad (si es que eso es posible).

Cuando uno encara así un debate, cree que tiene razón, le gustaría tener razón, pero sabe que puede no tenerla; por tanto, está dispuesto a examinar con ecuanimidad las razones del otro, e incluso a adoptarlas si le convencen. Y en hacer eso no encuentra ningún desdoro, sino, por el contrario, un motivo de satisfacción personal, porque se ha demostrado capaz de aprender. Lo resumió muy bien La Rochefocault: Dejamos de tener razón cuando ya no esperamos encontrarla en los demás.

Así entendida, una discusión pone en acción las mejores cualidades del individuo: su inteligencia, su capacidad de análisis, pero también su humildad, su sinceridad, su bonhomía. Por eso es una de las actividades humanas más excelsas. Y por eso es tan difícil.

En el ámbito público, de políticos, periodistas y analistas (sea eso lo que sea), me parece que nunca como ahora al menos en mi memoria, que se va acercando al medio siglo se ha estado tan lejos del ideal anterior. Ahora lo único que importa es ganar, ganar como sea. Cuando un Parlamento debate una ley (lo que, curiosamente, cada vez parece hacer menos), los políticos no persiguen mejorar el texto final, sino ganar (¿popularidad, votos?) o, incluso peor, hacer que los otros pierdan. Además, la crónica periodística de ese debate no pretenderá explicar a los ciudadanos las diferentes propuestas, con sus pros y sus contras, sino que se fijará casi exclusivamente en la riña más bronca, y lo hará en no pocas ocasiones de la manera más parcial  y tendenciosa posible. 

Esto explica que cada vez con mayor frecuencia puedan encontrarse titulares del tipo X destroza a Y. (Por supuesto, la fórmula posee infinidad de variantes: varapalo, chorreo, repaso de X a Y; X humilla a Y, le saca las vergüenzas, descubre sus mentiras, le pone en evidencia... Para eso sí que los periodistas parecen dominar el idioma.) Además, por la parcialidad ya comentada, puede suceder que, ante un mismo hecho, un periódico titule X destroza a Y y otro, Y destroza a X. De esta manera, mientras nos fijamos en la riña, nos han colado una trampa formidable: la noticia ya no es lo que alguien ha dicho o hecho, sino la opinión que eso le merece al periodista. De esta manera, proliferan los titulares que en modo alguno se corresponden con lo que luego se dice en el cuerpo de la noticia (y menos aún, por supuesto, con el hecho en sí).

Un ejemplo: estos días pasados se ha organizado bastante revuelo, y se han escrito bastantes titulares, a partir de que un diputado "insultara" al Rey en el Congreso. Sin embargo, si uno ve el vídeo de su intervención, comprueba que ese diputado enunció dos cosas: un hecho y una opinión (aunque ciertamente las presentó ambas como hechos). El hecho: que Franco eligió a Juan Carlos para que le sucediera como Rey; la opinión: que Felipe es simpatizante de Vox. Lo que dijo ese diputado, y cómo lo dijo, puede parecer bien o mal, pero no es, se mire como se mire, un insulto. Sin embargo, la riña continúa a partir de la asunción de que el Rey ha sido insultado en el Congreso. Ejemplos como éste los hay a toneladas.

En definitiva, detrás del titular de X destroza Y, puede que lo que haya es, sencillamente, que X no está de acuerdo con Y; pero también que quien no está de acuerdo sea el propio periodista. A veces, incluso, se trata de algo todavía más simple: que el periodista detesta a Y.

Este periodismo no busca ampliar nuestra mirada, ayudarnos a comprender mejor las cosas, sino, por el contrario, persigue reafirmar nuestros juicios previos (vale decir, prejuicios), aumentar el tamaño de nuestras orejeras, reducir nuestra capacidad de análisis y comprensión, de modo que nuestra mirada sobre las cosas sea cada vez más corta y monocolor, más dependiente de la manada.

Lo que no puede sino llevarnos a la terrible conclusión de que somos cada día más tontos. Y así nos va.

viernes, 2 de octubre de 2020

El debate presidencial

He seguido el tratamiento que ha recibido en diferentes medios de comunicación el debate presidencial americano de Donald Trump y Joe Biden. En líneas generales, se han presentado dos versiones decididamente antagónicas: para unos, Trump se ha mostrado como un saco de mentiras marrullero y faltón, que ha sacado de quicio con sus estratagemas barriobajeras no sólo a Biden, sino incluso al propio moderador (el periodista Chris Wallace); para otros, Trump ha tenido que defenderse de las encerronas que, en vergonzosa connivencia, le habían preparado Biden y Wallace, y lo ha conseguido con gallardía e inteligencia, desenmascarando las continuas trampas de sus adversarios. Para los primeros, Trump se ha descalificado absolutamente como candidato; para los segundos, el descalificado es Biden.

Sé que las cosas no son unívocas, que la mirada construye el objeto observado, etc. Por tanto, es normal que haya diferentes maneras de entender el desarrollo de un debate. Pero que puedan darse interpretaciones tan incompatibles me parece asombroso. Digamos que entiendo que lo que para uno es amarillo para otro sea verde, pero me asombra que uno vea blanco donde otro ve negro. 

Muchas de estas crónicas periodísticas, al menos las más extremadas, parecen no poder ser explicadas sino desde la psicología clínica, porque sólo un serio trastorno puede afectar tanto la percepción humana. Claro que siempre queda la otra posibilidad: la de la tergiversación interesada y la mentira. Eso ya no es asombroso, sino vergonzoso, y debería ser combatido, incluso legalmente, de ser posible. 

Además, me temo que una buena parte de los lectores de unos y de otros creerán a pies juntillas la versión de cada caso, puesto que la crónica que leen no habrá hecho sino reforzar su convicción previa. Y eso, más que asombroso o vergonzoso, me parece peligroso.

En definitiva, ¿qué ha pasado en este debate? Para poder contestar debidamente esa pregunta, hay que ver atentamente el vídeo (de hora y media, y obviamente en inglés), leer con cuidado las diferentes crónicas, volver a comprobar en el vídeo lo que comenta cada periodista, tratar de entender las razones de cada cual… Para contestar la pregunta, en suma, hay que trabajar y tener además ciertas capacidades. Y nos topamos así con el probable quid de la cuestión: descontando a los que no quieren y a los que no pueden, ¿cuántas personas quedan que sean capaces de contestar debidamente la pregunta, y de quienes nos podamos, por tanto, fiar? Y, para más inri, ¿alguna de esas es periodista?