viernes, 12 de febrero de 2021

Tabernas y división de poderes

El fallo del TSJPV del pasado 9 de febrero sobre el cierre de los bares me ha dejado confuso y desconcertado.

Antes de explicarme, quiero dejar una vez más anotado un dato lamentable: he leído la noticia en 17 sitios de internet (Naiz, El Diario Vasco, El Correo, Noticias de Navarra, Noticias de Gipuzkoa, DeiaEl Periódico, Eitb, El diario, La Vanguardia, Heraldo, Sur, ABC, La Información, COPE, El País, La Razón), pero sólo dos de ellos ofrecen el texto de la resolución. Sobran los comentarios.

¿Bares cerrados o abiertos? Aunque es irrelevante para lo que quiero tratar en estas líneas, no me resisto a intentar centrar la cuestión, de acuerdo a mis pobres entendederas. Aquí se trata de decidir entre dos males, porque las dos alternativas en liza conllevan un perjuicio cierto. En un caso (bares cerrados), el perjuicio es económico y lo sufre un número considerable pero finito de personas; en el otro (bares abiertos), el daño es sanitario y afecta a todos los ciudadanos. La dificultad radica en precisar el grado de ambos males. El perjuicio económico es variable según los casos, bastante fácilmente mensurable y potencialmente grave o muy grave. El perjuicio sanitario es muy difícil de medir y sólo será grave en pocos casos; pero, eso sí, en no pocos de esos casos resultará letal. Estos son los datos que hay que colocar en la balanza. ¿Quién es capaz de decidir con seguridad hacia dónde debe inclinarse?

En cuanto al fallo del tribunal, lo que me desconcierta no es la decisión en sí, sino el hecho de que le corresponda a un juez decidir si es correcto, justo o sensato abrir los bares o mantenerlos cerrados.

El auto apenas trata sobre lo legal o ilegal de la medida del Gobierno Vasco, sino sobre lo razonable de la petición de suspenderla que habían presentado los hosteleros. Es verdad que se presentan valoraciones legales, pero el fallo se fundamenta sobre todo en estimaciones generales sobre la pandemia y la incidencia de la hostelería en su expansión, es decir, supuestos subjetivos y alegales. Un juez sabe sobre el riesgo de contagio de los bares lo mismo que yo: nada. Ser juez no le capacita en modo alguno para emitir juicios semejantes, o, mejo dicho, para pretender que sus juicios prevalezcan sobre los de cualquier otro ciudadano.

Es verdad que el auto muestra una argumentación cuidada, que merece ser atendida. Sin embargo, lo lamentable es que este tipo de argumentaciones lo esperemos encontrar en un auto judicial, y no un artículo de opinión, en un discurso de un político, etc. Nuestro bajo nivel intelectual hace destacar  como eminente lo que no debería ser sino normal en cualquier ámbito que pretenda manejar un discurso ordenado y razonado. De todos modos, la seriedad del auto es, en varias ocasiones, sólo aparente. Por ejemplo, afirmar que los encuentros familiares y de amigos en espacios cerrados según una parte importante de los epidemiólogos puede producir en torno al 80% de los contagios no me parece de recibo.

Este auto es el enésimo ejemplo de un fenómeno general que me tiene muy confuso: la judicialización de la cosa pública. Estamos viendo como algo normal que acabe siendo un juez quien tenga la última palabra en la riñas políticas y quien, en definitiva, dicte lo que debe hacerse en un abanico cada vez más amplio de asuntos. Este abuso, a mi modo de ver, está generando un desequilibrio entre los poderes del Estado, puesto que el judicial, al intervenir en las decisiones de los otros, se arroga una capacidad de tutela sobre ellos. De este modo, los poderes no sólo no están separados, sino que uno se coloca de facto en una posición prominente.

Esta bola de nieve la echaron hace unos años a rodar los políticos, como siempre por motivos torticeros, pues pretendían sacar tajada de las decisiones de unos tribunales previamente infiltrados por sus acólitos respectivos. Este proceso, además, se ha visto favorecido por el triste hecho de que los abusos judiciales siempre les salgan gratis a sus perpetradores. ¿Pasa algo porque un juez admita a trámite una querella sin pies ni cabeza que más tarde se acaba desestimando, como bien sabía el propio juez? ¿Pasa algo porque un juez emita una sentencia más propia de la barra de una tasca que de un tribunal? ¿Pasa algo porque un partido político utilice descaradamente los juzgados como medio de promoción política?

En este punto conviene hacer una digresión. Yo no sé si esas actuaciones de los jueces deben entenderse siempre y necesariamente como prevaricación. Pero me parece bastante claro que los motivos por los que un juez es capaz de tragar con una mamarrachada, o fallar un sinsentido, pueden ser tres: interés personal, sumisión ideológica o estulticia. Cualquiera de esos tres supuestos lo desacredita como juez.

Vuelvo a formular el motivo de mi desconcierto: creo que, en los últimos años, el poder judicial está extralimitándose en su cometido, injiriéndose más de lo debido en las actuaciones de los otros dos poderes; y creo que este fenómeno pone en peligro la división de poderes y su equilibrio. Pero, por otra parte, es evidente que el poder judicial debe velar por la legalidad de las actuaciones de todos, incluidos los poderes legislativo y ejecutivo. ¿Cómo se soluciona esto? En el caso que no ocupa, ¿cómo se decide si este auto se extralimita o no en su cometido?

Una imagen final: si tres personas mantienen tensas tres cuerdas entrecruzadas, sobre ellas, en equilibrio, puede sostenerse un plato; si alguno de los tres estira demasiado de un extremo de su cuerda, el equilibrio se rompe y el plato se cae.