miércoles, 23 de diciembre de 2020

Señales de peligro

Hay algunas cosas que hacen que se me enciendan inmediatamente los pilotos rojos de alarma, por un peligro algo indefinido que podría describir como la sospecha de que hay cerca de mí una inmensa rueda de molino intentando que yo comulgue con ella. En estas líneas quiero repasar dos de estos índices.

Las consignas son el primero de ellos. Por ejemplo, hace unas semanas todos los seguidores y simpatizantes de determinados partidos se indignaron, de repente y a la vez, por las mismas cosas de la Ley Celaá, con los mismos motivos y utilizando los mismos argumentos. Curiosamente, las cosas que a esas mismas personas les indignaban en 2006 (con la anterior ley de educación del PSOE) ahora les importaban un bledo. 

Los ejemplos políticos son incontables. De repente, como a toque de corneta, un buen número de políticos (siempre con sus medios de comunicación al lado) comienzan a poner en tela de juicio (o a defender a capa y espada) al rey y a la monarquía. Más: de repente, las restricciones y los confinamientos de la pandemia dejan de ser un ataque intolerable a la libertad, como, también de repente, habían sido considerados. Más: de repente, los intolerables ataques a la libertad de la conocida como Ley mordaza dejan de serlo. Podría seguir indefinidamente. En general, no ha habido debate político o social en los últimos años que no haya consistido en el despliegue de diferentes consignas por parte de unos y otros.

En el País Vasco, la llamada izquierda abertzale ha sido una gran experta en la utilización de consignas. Desde el Lemoiz apurtu (la primera de la que yo tengo un recuerdo claro) hasta el no al tren de alta velocidad (AHT-TAV Stop), pasando por las diferentes versiones del Presoak Etxera, ha habido en este ámbito político un evidente interés en mantener unida a su gente en torno a una consigna. De todos modos, es claro que, también en el País Vasco, este interés no ha sido ni es exclusivo de una determinada ideología o formación política. Por poner un ejemplo muy diferente, hace unos años, de repente, aparecieron unos "profundos sentimientos" alavesistas, que nacieron casualmente con un partido (Unidad Alavesa) y desaparecieron con él, también de repente.

Por supuesto, las ideas o las propuestas detrás de una consigna pueden ser acertadas. El problema es que, al convertirse en consigna, dejan de ser objeto de análisis para convertirse en bandera de adhesión, de modo que la cosa pública deja de ser un ámbito de debate para convertirse en un terreno de lucha, porque al ciudadano no se le presenta algo sobre lo que reflexionar, sino algo que defender o atacar. (Esto, por cierto, es lo que diferencia una consigna de una mera campaña.)

Otro motivo de alarma es el afán por controlar el lenguaje. No hablo del interés por mejorar el lenguaje, propio o ajeno, sino por controlarlo. Por dictar qué palabras, qué usos, son correctos, y cuáles no. Por intentar que todo el mundo hable de acuerdo con lo que uno considera correcto o adecuado para su modelo de sociedad o de mundo.

El lenguaje es, de un modo que no acabamos de comprender, una herramienta crucial para nuestro pensamiento: cuanto más rico sea nuestro lenguaje, más posibilidades proporcionará a nuestro pensamiento (los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo, que decía Wittgenstein). Por tanto, si yo controlo el lenguaje de las personas, en cierto modo estoy en camino de poder controlar también su manera de pensar.

Esta modalidad de control es, además, muy sutil, puesto que el sujeto controlado no suele tener una conciencia clara de su existencia. Pongo un par de ejemplos simplísimos: si el dueño de la fábrica consigue que sus empleados piensen en una "reestructuración del personal", probablemente protesten menos que si piensan en "despidos"; también protestarán más por una congelación salarial que por una subida salarial del 0%.

Este intento de control lingüístico, llamado últimamente lenguaje políticamente correcto, genera en primer lugar un gran número de de eufemismos (es decir, manifestaciones suaves o decorosas de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante, según la definición de la RAE). El aspirante a dictador pretenderá, pues, que a la gente le resulte "duro o malsonante" todo lo que le parece a él, y sólo eso. De este modo, ahora no podemos llamar negro a un negro, gordo a un gordo, tullido a un tullido, etc. Por supuesto, esto ha existido siempre. Ya se quejaba de ello Juan Rufo en 1596: "al chico de cuerpo se le ha de llamar mediano; al moreno, trigueño, y al negro, moreno; al ventero, huésped, y al oficio, arte; al que es gordo, fresco y corpulento; a las necedades, descuidos. Hasta el ciego se consuela con oírse llamar privado de la vista". En tiempos de Franco, por ejemplo, estaba proscrita la palabra "rojo", de modo que en los frontones había que apostar al colorado, el cuento  infantil era Caperucita Encarnada, etc. Con esto advertimos otra característica de estos eufemismos: una vez pasada la fiebre que los produjo, resultan sencillamente ridículos.

Hoy en día, en la cima del lenguaje políticamente correcto, está el llamado lenguaje inclusivo. No quiero exponer mi opinión al respecto, porque es irrelevante para lo que trato aquí: el problema no está en que las propuestas del lenguaje inclusivo sean o no sensatas, sino en su empeño en ser obligatorias. Es tremendo observar cómo cualquiera que se resista a su uso es inmediatamente tachado de machista troglodita y retrógrado.

He tratado someramente dos fenómenos (hay más) que me generan una sensación de peligro. Creo que ambos son índices poderosos de que, detrás de ellos, se sitúa una pensamiento totalitario y, con él, un aspirante a dictador. Sé que, en ocasiones, algunas de las ideas que manejan estas personas pueden coincidir con las mías. Pero eso, lejos de tranquilizarme, hace que me aleje de ellos a toda prisa, con las luces rojas de alarma girando a toda velocidad.

martes, 15 de diciembre de 2020

El manifiesto de los escritores contra la Ley Celaá

Después de buscar mucho, por fin he encontrado el texto del manifiesto Escritores con nuestra lengua, en el que cerca de 100 escritores critican con dureza la conocida como Ley Celaá de educación (LOMLOE), básicamente por haber suprimido la referencia al castellano como lengua vehicular. En estas líneas, pretendo señalar algunas de las trampas, tergiversaciones y falsedades que contiene dicho  manifiesto.

Antes de ponerme a la tarea, me gustaría señalar un hecho muy indicativo, a mi juicio, de la inopia intelectual en la que nos movemos y a la que nos conducen. Últimamente se han sucedido los manifiestos, las cartas abiertas, las declaraciones particulares, etc. Los periódicos dan cuenta de todas ellas, las resumen a su manera (inclinando la balanza hacia el lado que les interesa), pero casi nunca ofrecen la posibilidad de leer el texto original. Sin embargo, para mantener activa alguna neurona, lo que necesita el lector no es tragarse la papillita que le ha preparado el periodista de turno, sino acceder a la fuente original y analizarla por sí mismo. Al hurtarnos cada vez más esa posibilidad, los medios de comunicación se revelan como auténticos medios de manipulación.

Vamos con el manifiesto. Enumeraré algunas de sus afirmaciones más graves, y las comentaré seguidamente.

1. La ley Celaá ha sido "aprobada a instancias del independentismo y asumida como propia por el gobierno".

Esta frase es un completo desatino. ¿Primero se aprobó la ley y luego fue asumida como propia por el gobierno que la redactó? ¿O es que no la había redactado el gobierno? Porque sólo faltaba que un gobierno no asumiera como propia una ley que él mismo redacta. Por otra parte, ¿puede el independentismo (vale decir, los independentistas) obligar al congreso a aprobar algo en contra de su voluntad? ¿Quién, si no, ha aprobado esa ley? ¿Y acaso no es el congreso el representante genuino de la soberanía popular? ¿O lo son estos escritores?

2. La Ley Celaá "ha eliminado de su articulado la condición del castellano como idioma oficial y vehicular en todo el Estado".

La condición de idioma oficial del castellano está reconocida en la Constitución. Por tanto, ninguna otra ley puede eliminar esa condición. En otras palabras: lo que ha eliminado esta ley no es la condición, sino su mención. Que no es lo mismo. Los escritores deberían percatarse al vuelo de estas cosas. Y los no escritores, también.

3. El manifiesto concluye un somero repaso al tratamiento de la lengua vehicular de la educación en las últimas décadas afirmando que ahora, con la ley Celaá, "se ha dado un salto cualitativo" (se explica seguidamente que en la erradicación del castellano como lengua vehicular).

Para comprobar que no hay tal salto cualitativo, basta recordar que las leyes de educación españolas, al menos en los últimos 50 años, no han mencionado jamás que el castellano deba ser la lengua vehicular, salvo el paréntesis de 7 años de la ley Wert (2013-2020). No existe, pues, ningún salto cualitativo, sino, todo lo más, una vuelta a la redacción habitual en las décadas anteriores.

4. Esta ley "busca cortar a hachazos el cordón umbilical y los lazos de unión que ensamblan y cimientan el sentimiento de pertenencia a una misma nación".

¿Pero cómo pueden saber estos escritores cuál es el objetivo que persigue alguien cuando escribe algo? Como mucho, podrán decir que eso (lo del cordón umbilical, etc.) es el resultado esperable según ellos de la ley, pero nunca su objetivo oculto y no declarado. ¿En qué trama novelesca creen que viven?

5. Abundando en lo anterior, afirman que la ley expropia a las generaciones futuras el patrimonio del castellano, lo que "no solo privará a esas generaciones de conocer en profundidad la riqueza idiomática del español, sino que las desconectará paulatinamente del resto de compatriotas desde el punto de vista histórico y emocional".

Y todo eso, lo conseguirá esta ley simplemente eliminando la expresión "lengua vehicular". ¡Prodigioso! 

Teniendo en cuenta que, según esta ley, compete al gobierno la ordenación general del sistema educativo, la fijación de las enseñanzas mínimas y la regulación de las condiciones de obtención de los títulos (artículo 6 bis), me da la sensación de que si nuestros futuros muchachos no llegasen a conocer en profundidad la riqueza del idioma de Cervantes (cosa que ahora, al parecer, sí consiguen, según estos escritores), no será porque el gobierno carezca de las competencias oportunas. 

Para que quede aún más claro, la disposición adicional del artículo 89 establece que:

  1. Las administraciones educativas garantizarán el derecho de todos a recibir enseñanzas en castellano y en las demás lenguas cooficiales en sus respectivos territorios. (Esto, añado yo, es un mero recordatorio de lo que establece la constitución y los estatutos de autonomía, de obligado cumplimiento.)
  2. "Al finalizar la educación básica, todos los alumnos y alumnas deberán alcanzar el dominio pleno y equivalente en la lengua castellana y, en su caso, en la lengua cooficial correspondiente".
  3. Las administraciones educativas aplicarán los instrumentos de control y evaluación que consideren oportunos para garantizar que "todo el alumnado alcance la competencia en comunicación lingüística, en lengua castellana y en su caso en las lenguas cooficiales, en el grado requerido", así como "las medidas necesarias para compensar las carencias que pudieran existir en cualquiera de las lenguas".

Algo parecido se decía también en el artículo 24.8. Por tanto, afirmar que esta ley pretende erradicar el castellano de algún sitio es, sencillamente, falso.

Conste que no estoy diciendo que me parezca inoportuna la mención al castellano como lengua vehicular común en todo el territorio nacional (ni tampoco lo contrario): digo que no hacerlo no acarreará ninguna plaga bíblica, y tampoco responde a un maquiavélico plan secreto para acabar con España.

6. Podría señalar más afirmaciones que merecen comentario, como considerar la LOMLOE como "una obra de ingeniería social, muy grata a todos los regímenes totalitarios", o entender que es el castellano y no el euskera por ejemplo– la lengua que necesita protección, pero creo que ya es suficiente para hacerse una idea de por dónde van los tiros.

En resumen, si éste es el nivel de los intelectuales del país, apaga y vámonos...


lunes, 14 de diciembre de 2020

Política educativa: ¿un oxímoron?

La Ley Celaá (LOMLOE) entrará previsiblemente en vigor en las próximas semanas, con un feroz rechazo de la oposición. Esta ley sustituirá a la Ley Wert (LOMCE), aprobada en 2013 con la mayoría absoluta del PP y con toda la oposición en contra.

He hecho un poco de memoria, con ayuda de Internet. La LOMCE sustituyó a la LOE (San Segundo y Cabrera, PSOE, 2006), que a su vez sustituyó a la LOCE (Del Castillo, PP, 2002). La LOCE sustituyó a la LOPEG (Pertierra, PSOE, 1995); ésta sustituía a la LOGSE (Solana, PSOE, 1990), que sustituía a la LODE (Maravall, PSOE, 1985), que sustituía a la LOECE (Otero, UCD, 1980), que sustituía a la famosa LGE de Villar Palasí (la de la EGB y el BUP), ya en tiempos de Franco (1970).

La primera ley de la democracia, la de UCD (1980), no llegó a aplicarse. Denunciada por el PSE ante el Tribunal Constitucional, que le dio la razón en bastantes puntos, el gobierno debía revisarla en profundidad, pero no lo hizo, por el 23-F y las posteriores elecciones, que ganó el PSOE.

La primera ley del PSOE (1985) no variaba el sistema educativo, salvo en un punto: introducía los colegios concertados. El modelo vigente desde Villar Palasí resultó sustancialmente modificado con la segunda ley del PSOE (1990): obligatoriedad hasta los 16 años, mayor peso de las Comunidades Autónomas, desaparición de la EGB y BUP y creación de la ESO. La tercera ley del PSOE (1995) se aprobó con toda la oposición en contra (salvo CIU y PNV) y con las críticas de los sindicatos de profesores.

La primera ley del PP (2002) nunca llegó a aplicarse, porque Zapatero la paralizó en cuanto llegó al gobierno, en 2004. La ley del gobierno de Zapatero (2006) fue aprobada con el voto en contra del PP, que puso el grito en el cielo, especialmente por la asignatura de educación para la ciudadanía.

Con Rajoy en el poder, el PP impulsó su primera ley de educación (2013), que los portavoces parlamentarios de todos los demás partidos se comprometieron a derogar en cuanto el PP perdiera su mayoría absoluta. Este compromiso se ha retrasado hasta la Ley Celaá (que el PP ya se ha comprometido a desmontar en la medida de sus posibilidades).

Cuarenta años. Cuatro décadas de fracasos cantados, de riñas enconadas, por motivos en ocasiones banales (una u otra asignatura) y hasta artificiales (la lengua vehicular o la educación especial). Cuatro décadas de utilización partidista de la educación.

Creo que tachar de banales o artificiales a los motivos del rifirrafe puede merecer algún comentario. Veamos: entiendo que uno quiera que la nota de una asignatura concreta cuente para el cálculo de la media de la selectividad, y que otro quiera lo contrario; pero tendremos que convenir en que la influencia de esa asignatura en la media es muy pequeña y que, por tanto, estamos discutiendo de un detalle. Otra cosa es la importancia que para alguien pueda tener la propia existencia de esa asignatura (que, por si alguien aún no lo ha adivinado, es la de religión); pero es que de su existencia no se discute. Sigamos: nadie puede ahora escandalizarse de que la ley no mencione expresamente al castellano como lengua vehicular, y vaticinar por ello las mayores catástrofes para la nación, por la sencilla razón de que esta mención sólo ha existido durante siete años (los de vigencia de la Ley Wert); durante los más de 20 años en los que esta mención no existía, a nadie le pareció mal. Y si algún gobierno autonómico se extralimitase en su gestión de los modelos lingüísticos, el problema sería la actuación de dicho gobierno, y no la ley general (que nunca debe redactarse ad casum). Algo parecido puede decirse de los colegios de educación especial, que la ley en ningún momento dice que vayan a suprimirse.

El caso es que, aunque pueda parecer paradójico, cuanto más se riñe menos se discute. Por ejemplo, lo lógico sería sentarse a detallar la previsión de servicios de educación especial que el país puede necesitar en los próximos años, y la manera más eficaz de satisfacerla. Y calcular si eso obliga a dotar de recursos específicos a todas las aulas del país, o a financiar públicamente unos pocos centros específicos, o cualquier otra solución intermedia. Yo, por supuesto, no sé cuál es la mejor alternativa; pero ninguno de los que gritan (a favor o en contra) tampoco; ni les importa.

En líneas generales, hay muchas maneras de educar y muchos sistemas educativos que son razonables y ofrecen una suficiente garantía de éxito. Pero, para que eso suceda, hay que tener claras dos cosas:

  1. Lo importante no es tanto acertar con el mejor modelo posible, como comprometerse con el modelo elegido. El sistema que se adopte debe ser aceptado por todos; todos deben colaborar en su desarrollo y defenderlo de cualquier posible ataque, durante un periodo indefinido de años.
  2. Ningún sistema educativo puede sustituir a la educación básica que un niño recibe fuera del aula, en su casa y en la calle, de su familia y de la sociedad en su conjunto. 

En este punto, conviene hacer otra reflexión. Un niño recibe mensajes constantes y múltiples sobre el modelo de mundo, es decir, sobre cómo es y debe ser el mundo y cómo debe comportarse uno en él. Actualmente, me parece que los mensajes que el niño recibe en el aula difieren enormemente de los que recibe fuera (de los medios de comunicación, las redes sociales, etc.); en medio, las familias se encuentran cada vez más desconcertadas y, al no saber qué modelo transmitir, se resignan a no transmitir ninguno (olvidando que esa abdicación es, en sí misma, un potente mensaje). Con esto quiero decir que creo que el papel que tienen hoy las escuelas es bastante más difícil que cuando yo era niño, y que no podrán superarlo sin la colaboración efectiva de todos.

Nadie dice que decidir sobre el modelo educativo de un país sea fácil. Pero es que, en cuarenta años, nuestros políticos han sido incapaces de ponerse de acuerdo en nada. Da auténtico pavor comprobar qué poco les preocupa la educación, qué poco conscientes son de que es absolutamente esencial para el futuro de un país. Más aún, parece que la utilizan cada vez con más encono en su eterno conflicto, con unas formas cada vez más desaforadas y unos argumentos cada vez más débiles. En otras palabras: me temo que vamos a peor. Estamos en pleno círculo vicioso: los políticos deterioran la educación y una sociedad mal educada genera políticos cada vez peores.

Parece mentira, pero, para comenzar a dar pasos en la buena dirección, no haría falta ni tan siquiera leer esta ley (cosa que estoy seguro que no han hecho la mayoría de nuestros políticos, periodistas y opinadores), porque no importa demasiado si uno está más o menos de acuerdo con tal o cual artículo. Lo que importa de verdad es estar dispuesto a debatir y acordar: no a reñir y a ganar. Lo que importa es que nos importe la educación de nuestros hijos.