viernes, 21 de agosto de 2020

Factores de mi descontento

Acabo de caer en la cuenta de que mi descontento con la gestión pública de la pandemia crece con la proximidad. Estoy insatisfecho con el gobierno central, enfadado con el autonómico e indignado con mi ayuntamiento. No sé por qué me sucede esto, pero voy a ensayar una respuesta.

Me indigna que mi ayuntamiento no sea capaz de hacer algunas cosas muy sencillas, como, por ejemplo, comprobar que los bares de la localidad cumplan con las normas impuestas por la pandemia. Está claro lo que hay que hacer, es muy fácil realizarlo... Entonces, ¿por qué no lo hacen?

La gestión de mi gobierno autonómico en asuntos tan importantes como la sanidad y la educación no me convence. En algunos aspectos, de hecho, me parece muy desafortunada. Sin embargo, reconozco que son asuntos difíciles y que tampoco estoy seguro de tener la razón. Por tanto, estas actuaciones (o también la falta de actuación) me enfada, pero no puedo llegar a sentirme indignado.

En el caso del gobierno central, la complejidad de la gestión aumenta exponencialmente, y también, por tanto, mi incertidumbre sobre lo que debe hacerse. Así las cosas, y aunque podría fijarme en actuaciones concretas indudablemente reprobables, tiendo a mirarlo todo con mayor benevolencia.

Ya está: parece que me enfada más que fallen en cosas pequeñas, concretas y fáciles, que en asuntos grandes, complejos y difíciles. ¿Mi reacción es lógica o, por el contrario, demuestra que mi mirada no es tan sagaz como debería?

miércoles, 19 de agosto de 2020

Sorprendentes descubrimientos

Uno de los posibles efectos positivos de la crisis provocada por la pandemia es que nos enfrenta a un retrato descarnado de nuestra realidad, en el que podemos apreciar con contornos más nítidos algunas de las cualidades que la costumbre había vuelto difusas para nuestra mirada.

En estas semanas, el coronavirus ha sido el tema principal y casi único de nuestra vida pública. ¿Hemos debatido acerca de las estrategias de apoyo a la industria? ¿Sobre los mejores planes de reactivación comercial? ¿Hemos reflexionado sobre la sanidad, sobre la educación? No, nada de eso: nos hemos ocupado de los bares. Lo que de verdad parece importarnos son las terracitas y las discotecas. ¿Y de verdad nos sorprende que nos vaya mal?

Asumimos como normales cosas que no lo son. No es normal que nos preocupe el ocio más que el negocio. No es normal que apenas sepamos relacionarnos fuera de los bares. No es normal que haya miles de jóvenes que pasen fuera de casa las noches de casi todas las jornadas festivas, y que dediquen los días a reponerse de los excesos cometidos. No es normal que tantos jóvenes dispongan de tantísimo dinero para su ocio. No es normal que los vecinos deban soportar sin protestar los problemas que genera la fiesta nocturna de unos pocos (siempre los mismos). No es lógico que antepongamos el supuesto derecho al ocio de unos al bienestar de todos. Y es muy equivocado equiparar ocio con fiesta.

En términos generales, no es normal haber renunciado a ser los constructores de nuestro propio ocio, para limitarnos a consumir el ocio que otros preparan para nosotros, ya sea gratis o pagando. Hasta tal punto hemos interiorizado esto, que exigimos al poder público que dedique cada vez más tiempo y dinero a prepararnos alternativas de ocio (las fiestas patronales son un buen ejemplo), de modo que acabamos entendiendo que nuestra petición es un derecho.  

En este punto, además, nos encontramos con la curiosa relación que establecemos entre el ocio y la edad. Aceptamos con normalidad que un joven necesite dedicar una buena parte de su tiempo al ocio, que en muchas ocasiones este ocio no pueda sino resultar molesto o gravoso para la comunidad, y que la autoridad pública deba, por una parte, dedicar esfuerzos a promover actividades de ocio para este joven y, por otra, ser tolerante con los problemas que genere. Todo esto se ve con normalidad, repito, si el individuo en cuestión tiene 20 años, pero no si tiene 60. ¿Por qué? 

El llamado ocio nocturno, que incluye algunas acciones no precisamente edificantes, y además ahora resulta peligroso para la salud pública, dista mucho de ser un derecho para nadie. Pero es habitual escuchar justificaciones como: “son jóvenes, algo tienen que hacer, nadie les da otras alternativas”. Nada de esto me parece normal.

Hay más descubrimientos sobre nosotros mismos que podríamos tratar. Por ejemplo, no es normal que millones de personas se sientan impelidas a viajar cada vez con más frecuencia a lugares cada vez más recónditos del planeta. 

¿Quién quiere seguir ampliando la lista?

lunes, 17 de agosto de 2020

Nuevas medidas

Ya tenemos nuevas medidas contra la expansión de la pandemia. O lo que es lo mismo: las medidas anteriores, que la administración defendió durante algunas semanas como suficientes, se han mostrado ineficaces. ¿Alguna explicación al respecto? Ninguna, por supuesto, salvo la velada acusación de que ha sido culpa nuestra, por no cumplirlas. Sin responsabilidad alguna por su parte.

Y en este punto, sucede, una vez más, la maravilla: como las reglas no se han cumplido, ponemos otras. ¿Alguien se pregunta por qué no se han cumplido las anteriores? No. ¿Alguien se pregunta si se van a cumplir las nuevas? Tampoco. Pero, con el cambio, parece que ya han cumplido con su responsabilidad.

En el caso esta pandemia, los comportamientos peligrosos que yo me he hartado de ver todos estos días ya estaban prohibidos antes, pero nadie se ocupaba de ello. ¿Qué me hace suponer que será distinto a partir de ahora? Tal vez la cosa cambie en las madrugadas (yo estoy dormido entonces), pero tampoco veo muy importante prohibir taxativamente a partir de una determinada hora los comportamientos que nadie se ha preocupado por evitar antes de esa misma hora.

Este procedimiento no se limita a este caso, sino que constituye una norma general en nuestra sociedad: cuando una ley no se cumple, ponemos otra. Como los coches no cumplen una limitación de velocidad, bajamos ese límite. Como los establecimientos no cumplen el horario de cierre, adelantamos el horario. Como algunos trabajadores no cumplen con sus obligaciones, aumentamos la carga laboral, o endurecemos los controles a todos. Los ejemplos podrían amontonarse. Especialmente llamativo es, a mi juicio, el caso de la educación. Cada pocos meses cambiamos una ley de educación que no ha podido desarrollarse, tanto por falta de medios como de tiempo material, por otra ley que tampoco podrá desarrollarse, por los mismos exactos motivos. 

Esto nos conduce a otra observación general: los políticos actúan como si fueran el mismísimo Yahvé: “fiat”, hágase. Olvidan que este proceder sólo podría tener alguna posibilidad de éxito en caso de omnipotencia. Olvidan que con escribir algo en un papel todavía no se ha hecho nada, o casi nada: hace falta poner los medios para que pueda cumplirse, hace falta trabajar para ello, hace falta revisar su cumplimiento, hace falta tener previstos los retoques que la experiencia pueda aconsejar, etc. Pero ni ellos lo hacen, ni nosotros nos damos cuenta de la engañifa. Así nos va.

martes, 11 de agosto de 2020

El retrato del Covid

Parece bastante claro que la gestión española de la crisis del Covid-19 deja mucho que desear. El primer responsable es, desde luego, Sánchez y su gobierno, con sus vaivenes, chapuzas y medias verdades (eso, siendo benévolo). ¿Es el único? De ningún modo. La gestión de la sanidad pública es, en cada autonomía, competencia exclusiva de su respectivo gobierno. Por tanto, todos los debes –y hay muchos– de la atención sanitaria, el diagnóstico, la prevención, etc. corresponden a cada gobierno autonómico. ¿Termina la responsabilidad con el gobierno central y los autonómicos? De ningún modo. En cada localidad, es la autoridad municipal la encargada de velar por el cumplimiento de las medidas de prevención y seguridad adoptadas. Y, al menos en mi entorno, los ayuntamientos han hecho una clara dejación de su obligación. Gobierno central, autonomías, ayuntamientos… ¿Está ya completa la lista de responsables? De ningún modo. Los ciudadanos son los primeros responsables del cumplimiento de las normas. Y, en términos generales, ese cumplimiento ha sido y está siendo muy insuficiente.

Así pues, esta crisis nos retrata a todos. Y todos salimos mal en la foto. Sin embargo, todos nos negamos a asumir nuestra cuota en el desaguisado; antes al contrario, somos inflexibles en la crítica a los demás, o al menos a aquellos que nos caen mal. En este sentido, la gresca constante entre el gobierno central y el de la Comunidad de Madrid es de auténtica antología… del bochorno. Por supuesto, asumir que todos tenemos culpa no equivale a que la culpa deba repartirse entre todos a partes iguales, puesto que los deberes y las responsabilidades son muy diferentes según los casos.

Esto es lo que somos: no hay buenos gobernantes con malos gobernados, ni buenos gobernados con malos gobernantes; tampoco hay gobernantes buenos en un lugar o en un nivel jerárquico y malos en los demás. La crisis revela una terrible verdad sobre nuestra sociedad: no hay ni buenos ciudadanos, ni buenos gobernantes. Y ahora mismo no importa demasiado decidir cuál es la causa y cuál el efecto.

No nos debemos quedar en la crítica, sino pasar a la acción, que no supone otra cosa que cumplir cada uno con su deber y procurar que el vecino haga lo mismo. Y así como los gobernantes tienen sus armas para hacer que los ciudadanos cumplan las reglas (policías, multas, etc.), los ciudadanos tenemos un arma poderosa para obligar a los gobernantes a cumplir con su deber: el voto. Que comportarse como unos cantamañanas sin escrúpulos ni vergüenza no les salga gratis.