lunes, 18 de enero de 2021

Sobre educación, religión y política

Que un tercio de los chavales de un país europeo España se escolarice en centros religiosos me parece una anomalía. Que a esos centros se los asocie no con los pobres y los desfavorecidos, sino más bien con lo contrario, me parece escandaloso. El escándalo es social, pero, sobre todo, religioso, porque estos centros son, en su mayoría, católicos, y es radicalmente anticristiano que sus órdenes religiosas se dediquen a los niños de la parte media-alta de la sociedad. (Ya sé que hay excepciones, becas, cuotas, etc., pero eso no deja de ser un escaparate que disimula la realidad que guarda el interior del conjunto de los centros, o que al menos ha guardado hasta ayer mismo.)

Entiendo que esta anomalía es heredera de un régimen anterior que delegó en la Iglesia de Roma buena parte de la tarea de controlar ideológicamente a la población. También me parece que eso fue posible por una larga tradición española de utilización política de la religión (o utilización religiosa del poder), que nos retrotraería fácilmente hasta el Concilio de Trento (1545-1563), o incluso antes. Todo ello debería ser motivo de reflexión social pero, sobre todo, de escándalo cristiano. 

En algún momento de su camino, la Iglesia cambió el objetivo de servir al hombre por el de controlarlo. Es verdad que el límite entre educar o aconsejar a una persona y manipularla es, en la práctica, muy difuso. Precisamente por eso, la Iglesia debería haberse mantenido alerta ante ese peligro, pero la historia muestra que ha solido hacer todo lo contrario: caer decididamente en la tentación. Y que su intención con ello sea buena es dudoso, pero, sobre todo, irrelevante.

Hay otro hecho grave en el comportamiento de los centros educativos religiosos en España: su pretensión de escapar del control público, cuando sobreviven gracias a su dinero. Sé que hablamos de equilibrios entre diferentes derechos y planteamientos educativos, y que, por tanto, es lógica la discrepancia sobre los grados de acuerdo alcanzados. Pero a mí me parece que la postura general de los colegios religiosos en España ha sido decididamente tramposa: pretender la mayor cantidad de dinero público, pero con el mínimo control.

Por su parte, el poder público debería reconocer al menos dos faltas: la primera, que no tiene ni de lejos la capacidad para escolarizar a toda su población (aunque parece que la demografía está haciendo desaparecer poco a poco este problema). La segunda falta es más grave, más difícil de analizar y de reparar. Se trata de que, en términos generales, la educación pública en España es mala y está sometida a unas tensiones y a unos factores de evolución que sugieren que probablemente vaya a ser cada vez peor. Por tanto, el poder público no puede ni debe olvidar la casa ajena, pero debe ocuparse preferentemente de la suya. Sobre todo si está amenazando ruina.

La reflexión que sobre la educación tiene pendiente la Iglesia le compete a su jerarquía y al conjunto de sus fieles. A los ciudadanos les corresponde velar por lo público. Y me temo que su calificación en esta asignatura es la misma que la de sus políticos: suspenso.

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