viernes, 22 de enero de 2021

Haciendo como que es, pero sabiendo que no es

Nadie conoce el futuro, nadie sabe quién lo escribe. El estado natural del hombre es, precisamente, no saber. Hemos acumulado una enorme cantidad de conocimientos, pero no hemos conseguido alterar esa condición básica.

A lo largo de nuestra vida, tomamos innumerables decisiones; muchas, aparentemente baladíes; otras, más importantes. Tampoco sabemos a priori la trascendencia de cada una de ellas. En cualquier caso, todas las tomamos sin la información completa: ni tenemos todos los datos (o igual sí, pero no lo sabemos), ni somos capaces de calcular las infinitas cadenas de causas y efectos que pueden construirse con ellos. Disponemos de varias palabras para expresar esa impotencia: azar, destino, dios, historia...

Durante los incontables siglos de evolución, nuestra especie ha ido codificando en su información genética algunas respuestas más o menos automatizadas para diversas situaciones en las que nos podemos encontrar. Sin embargo, es obvio que éstas resultan insuficientes para responder al abrumador y mudable repertorio de aprietos en los que nos coloca el mundo. También para eso tenemos palabras: instinto, sentido común, orden natural...

Algunos especímenes de nuestra especie creen que esta cadena de decisiones cotidianas a la que llamamos vida puede y debe estar sujeta a unos principios teóricos intangibles. ¿Cuáles? Hay varios catálogos, no siempre compatibles. Para esto, cómo no, también tenemos palabras: ética, moral...

Otros especímenes van más allá y engarzan su inventario de principios en un relato sobrenatural que le da un sentido más potente o trascendente, más allá del tiempo (sobre todo del suyo propio). A eso lo llamamos religión.

Otros especímenes no aceptan la existencia de ningún principio teórico inmaterial, y se guían por lo que su instinto, su voluntad o su comodidad decida en cada caso; o incluso no deciden nada, y se dejan vivir como una hoja al viento.

Todos nosotros participamos de los tipos descritos, en proporciones variables. Lo que no varía es que, en cada paso que damos, nos movemos siempre entre tinieblas, por más que nos aprovisionemos de todo tipo de linternas, como las que acabamos de indicar. Sin embargo, todos queremos sentir que somos dueños de nuestras vidas, es decir, que nuestras decisiones son, efectivamente, nuestras.

(También sabemos que no siempre podemos decidir sobre todo y que no siempre podemos decidir cualquier cosa. Cedemos nuestras capacidades habitualmente, a veces a regañadientes, a veces a propósito y hasta con placer. Pero eso es otra historia, que nos llevaría a hablar de la inteligencia que nos suministra las alternativas entre las que elegir, la convivencia, la cooperación, la libertad y hasta el amor.)

En definitiva, nos enfrentamos constantemente al irresoluble problema de cómo decidir. Y aquí es donde quiero proponer mi solución (si es que se le puede llamar así): cualquiera que sea el principio que sigamos, y también si no seguimos ninguno, debemos hacer como si dicho principio (o no-principio) fuera ciertamente el mejor, aunque sepamos que puede que no lo sea. Este hacer como que sí pero sabiendo que no me parece la mejor manera de actuar en casi todos los órdenes de la vida.

Por ejemplo, los padres deben decidir acerca de sus hijos como si cada una de esas decisiones fuera importante para cimentar su futuro venturoso, pero sabiendo que probablemente no lo sea. Los alumnos deben estudiar sus asignaturas como si fueran fundamentales para sus vidas, pero sabiendo que seguramente no lo van a ser. Los deportistas deben entrenar como si fueran a ganar la próxima medalla olímpica, pero sabiendo que probablemente se la lleve otro. Quienes se dedican al estudio, cultivo o fomento de una lengua (o una cultura, o lo que sea) deben trabajar como si dicha lengua fuese a durar indefinidamente, pero sabiendo que desaparecerá sin remedio tarde o temprano. Los políticos deben trabajar por su patria como si ésta fuese a durar eternamente, pero sabiendo que lo único seguro es que dejará de existir. Y así con todo.

Tener y perder es la común vicisitud de los pueblos, escribió Borges. La frase es también aplicable a todo proyecto humano, y a nosotros mismos, que debemos vivir como si fuésemos perpetuos, sabiéndonos mortales.

No hay comentarios:

Publicar un comentario