viernes, 9 de octubre de 2020

De discusiones, riñas y periodistas

Discutir o debatir un asunto es una de las actividades humanas más nobles y elevadas. En un debate, uno ofrece al otro sus razones para que éste las examine y, eventualmente, las corrija o las refute. El objetivo del debate no es rechazar las razones del otro, ni hacer que éste reconozca que estaba equivocado es decir, ganar, sino conseguir ambos una mejor comprensión del asunto tratado; en definitiva, acercarse a la solución del problema, a la verdad (si es que eso es posible).

Cuando uno encara así un debate, cree que tiene razón, le gustaría tener razón, pero sabe que puede no tenerla; por tanto, está dispuesto a examinar con ecuanimidad las razones del otro, e incluso a adoptarlas si le convencen. Y en hacer eso no encuentra ningún desdoro, sino, por el contrario, un motivo de satisfacción personal, porque se ha demostrado capaz de aprender. Lo resumió muy bien La Rochefocault: Dejamos de tener razón cuando ya no esperamos encontrarla en los demás.

Así entendida, una discusión pone en acción las mejores cualidades del individuo: su inteligencia, su capacidad de análisis, pero también su humildad, su sinceridad, su bonhomía. Por eso es una de las actividades humanas más excelsas. Y por eso es tan difícil.

En el ámbito público, de políticos, periodistas y analistas (sea eso lo que sea), me parece que nunca como ahora al menos en mi memoria, que se va acercando al medio siglo se ha estado tan lejos del ideal anterior. Ahora lo único que importa es ganar, ganar como sea. Cuando un Parlamento debate una ley (lo que, curiosamente, cada vez parece hacer menos), los políticos no persiguen mejorar el texto final, sino ganar (¿popularidad, votos?) o, incluso peor, hacer que los otros pierdan. Además, la crónica periodística de ese debate no pretenderá explicar a los ciudadanos las diferentes propuestas, con sus pros y sus contras, sino que se fijará casi exclusivamente en la riña más bronca, y lo hará en no pocas ocasiones de la manera más parcial  y tendenciosa posible. 

Esto explica que cada vez con mayor frecuencia puedan encontrarse titulares del tipo X destroza a Y. (Por supuesto, la fórmula posee infinidad de variantes: varapalo, chorreo, repaso de X a Y; X humilla a Y, le saca las vergüenzas, descubre sus mentiras, le pone en evidencia... Para eso sí que los periodistas parecen dominar el idioma.) Además, por la parcialidad ya comentada, puede suceder que, ante un mismo hecho, un periódico titule X destroza a Y y otro, Y destroza a X. De esta manera, mientras nos fijamos en la riña, nos han colado una trampa formidable: la noticia ya no es lo que alguien ha dicho o hecho, sino la opinión que eso le merece al periodista. De esta manera, proliferan los titulares que en modo alguno se corresponden con lo que luego se dice en el cuerpo de la noticia (y menos aún, por supuesto, con el hecho en sí).

Un ejemplo: estos días pasados se ha organizado bastante revuelo, y se han escrito bastantes titulares, a partir de que un diputado "insultara" al Rey en el Congreso. Sin embargo, si uno ve el vídeo de su intervención, comprueba que ese diputado enunció dos cosas: un hecho y una opinión (aunque ciertamente las presentó ambas como hechos). El hecho: que Franco eligió a Juan Carlos para que le sucediera como Rey; la opinión: que Felipe es simpatizante de Vox. Lo que dijo ese diputado, y cómo lo dijo, puede parecer bien o mal, pero no es, se mire como se mire, un insulto. Sin embargo, la riña continúa a partir de la asunción de que el Rey ha sido insultado en el Congreso. Ejemplos como éste los hay a toneladas.

En definitiva, detrás del titular de X destroza Y, puede que lo que haya es, sencillamente, que X no está de acuerdo con Y; pero también que quien no está de acuerdo sea el propio periodista. A veces, incluso, se trata de algo todavía más simple: que el periodista detesta a Y.

Este periodismo no busca ampliar nuestra mirada, ayudarnos a comprender mejor las cosas, sino, por el contrario, persigue reafirmar nuestros juicios previos (vale decir, prejuicios), aumentar el tamaño de nuestras orejeras, reducir nuestra capacidad de análisis y comprensión, de modo que nuestra mirada sobre las cosas sea cada vez más corta y monocolor, más dependiente de la manada.

Lo que no puede sino llevarnos a la terrible conclusión de que somos cada día más tontos. Y así nos va.

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