viernes, 16 de octubre de 2020

De bancos, injusticias y deberes

De niño creía, inocente de mí, que un banco era un sitio en el que yo podía depositar mi poquito dinero para que estuviera seguro. Los profesionales del banco, juntando los muchos pocos de la gente como yo, eran capaces de hacer grandes negocios, completamente vedados para mí, y obtenían así pingües ganancias, que nos repartíamos: a mí me daban una pequeña parte y el resto, descontando los gastos de su gestión y mantenimiento, constituía su beneficio. El truco estaba en que era el banco quien decidía los porcentajes del reparto y ni tan siquiera lo comunicaba a sus clientes, de modo que era lógico sospechar que ellos se quedaban casi con todo y a mi me devolvían unas migajas. Pero, sea como fuese, el caso es que las dos partes ganaban. Unos más que otros, sí, pero ganábamos ambos.

En los últimos años, sin embargo, la cosa ha cambiado. Los bancos han ido pervirtiendo cada vez más las condiciones iniciales del trato. Ahora, los costes de su trabajo no los descuentan de su parte del reparto (es decir, de su beneficio), sino que me los cobran directamente: me cobran por coger mi dinero, me cobran por tener mi dinero guardado, me cobran por hacer negocios con mi dinero y me cobran por devolvérmelo. (Por supuesto, sé que todo esto no es exactamente así a día de hoy en todas las entidades financieras; pero creo no faltar a la verdad en las líneas generales.)

Además de cobrarme directamente sus gastos, aumentando así sus beneficios, los bancos han reducido hasta la vergüenza el porcentaje que me devuelven, de modo que ahora tampoco se cumple  la primera premisa del tinglado: que mi dinero esté seguro. Porque cuando el interés que obtengo se queda muy por debajo de la inflación, estoy perdiendo mi dinero. Los bancos tratan de justificarse aludiendo a las circunstancias externas (el precio del dinero, etc.), pero sus razones no resultan creíbles cuando los beneficios de la entidad aumentan año tras año. 

Por tanto, el resultado de este proceso es que el trato básico ha sido modificado por una de las dos partes, sin permiso de la otra y en contra de sus intereses: ahora ellos ganan (cada vez más) y yo pierdo.

Otra salvedad: ya sé que esto no sucede si el dinero que uno confía al banco supera determinada cantidad. Pero esta particularidad, o excepción a la regla general, lejos de disminuir el escándalo, lo agrava.

En castellano, la palabra fetén para describir todo esto es, sencillamente, "robo". Hilando un poco más fino, podría plantearse si le convendría más la palabra "hurto", por aquello de que el banco no ejerce violencia ni fuerza. Pero, para ser hurto, también tiene que haber ausencia de intimidación. Y resulta muy difícil no verla, cuando los clientes carecemos del menor margen de maniobra y sólo podemos sacar (pagando) nuestro dinero de un banco... para llevarlo (pagando) a otro. Así mirado, puede que la palabra más ajustada sea otra: "extorsión". 

Por supuesto, un experto en derecho podría hacer correr ríos de tinta acerca de todas estas cuestiones. El caso es que la ley puede decir lo que quiera, pero, en román paladino, cuando uno se queda con el dinero del otro en contra de su voluntad, le está robando. Y eso, por si a alguien le cabe alguna duda, está muy mal. Lo increíble lo indignante es que las leyes nacionales e internacionales toleren y bendigan el robo y la injusticia.

¿Qué hay que hacer? ¿Qué podemos hacer? No debemos centrarnos en el castigo que merecen los culpables (por muy tentador que resulte), sino en cambiar las leyes para que lo injusto no sea legal. Y eso no se consigue arrojando piedras a las sucursales, ni quemando cajeros automáticos, sino con la herramienta de siempre: educación. Hay que procurar que cada vez más gente sea consciente de las cosas, las comprenda y sepa qué hay que hacer para forzar los cambios precisos. Tenemos que conseguir que nuestros políticos asuman la tarea y tenemos que apoyarlos cuando la emprendan. Es mucho más fácil decirlo que hacerlo. Porque lo que tiene que cambiar, en definitiva, es el equilibrio de poder entre la política y el capital. Nuestras sociedades deben volver a ser democracias (como si eso fuese una panacea) y dejar de ser lo que actualmente son: una plutocracia con urnas en los balcones.

3 comentarios:

  1. Cambia de banco, tambien hay sillas

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  2. Muy de acuerdo con tu planteamiento. Pero hay políticos a los que les interese una sociedad educada? No , señor. Que todos aprueben, que todos tengan títulos...no soportamos gente más cultivada que otra.

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  3. Zaila da esan duzun guztiarekin ados ez egotea. La propieté, c'est le vol! ;))

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