miércoles, 19 de agosto de 2020

Sorprendentes descubrimientos

Uno de los posibles efectos positivos de la crisis provocada por la pandemia es que nos enfrenta a un retrato descarnado de nuestra realidad, en el que podemos apreciar con contornos más nítidos algunas de las cualidades que la costumbre había vuelto difusas para nuestra mirada.

En estas semanas, el coronavirus ha sido el tema principal y casi único de nuestra vida pública. ¿Hemos debatido acerca de las estrategias de apoyo a la industria? ¿Sobre los mejores planes de reactivación comercial? ¿Hemos reflexionado sobre la sanidad, sobre la educación? No, nada de eso: nos hemos ocupado de los bares. Lo que de verdad parece importarnos son las terracitas y las discotecas. ¿Y de verdad nos sorprende que nos vaya mal?

Asumimos como normales cosas que no lo son. No es normal que nos preocupe el ocio más que el negocio. No es normal que apenas sepamos relacionarnos fuera de los bares. No es normal que haya miles de jóvenes que pasen fuera de casa las noches de casi todas las jornadas festivas, y que dediquen los días a reponerse de los excesos cometidos. No es normal que tantos jóvenes dispongan de tantísimo dinero para su ocio. No es normal que los vecinos deban soportar sin protestar los problemas que genera la fiesta nocturna de unos pocos (siempre los mismos). No es lógico que antepongamos el supuesto derecho al ocio de unos al bienestar de todos. Y es muy equivocado equiparar ocio con fiesta.

En términos generales, no es normal haber renunciado a ser los constructores de nuestro propio ocio, para limitarnos a consumir el ocio que otros preparan para nosotros, ya sea gratis o pagando. Hasta tal punto hemos interiorizado esto, que exigimos al poder público que dedique cada vez más tiempo y dinero a prepararnos alternativas de ocio (las fiestas patronales son un buen ejemplo), de modo que acabamos entendiendo que nuestra petición es un derecho.  

En este punto, además, nos encontramos con la curiosa relación que establecemos entre el ocio y la edad. Aceptamos con normalidad que un joven necesite dedicar una buena parte de su tiempo al ocio, que en muchas ocasiones este ocio no pueda sino resultar molesto o gravoso para la comunidad, y que la autoridad pública deba, por una parte, dedicar esfuerzos a promover actividades de ocio para este joven y, por otra, ser tolerante con los problemas que genere. Todo esto se ve con normalidad, repito, si el individuo en cuestión tiene 20 años, pero no si tiene 60. ¿Por qué? 

El llamado ocio nocturno, que incluye algunas acciones no precisamente edificantes, y además ahora resulta peligroso para la salud pública, dista mucho de ser un derecho para nadie. Pero es habitual escuchar justificaciones como: “son jóvenes, algo tienen que hacer, nadie les da otras alternativas”. Nada de esto me parece normal.

Hay más descubrimientos sobre nosotros mismos que podríamos tratar. Por ejemplo, no es normal que millones de personas se sientan impelidas a viajar cada vez con más frecuencia a lugares cada vez más recónditos del planeta. 

¿Quién quiere seguir ampliando la lista?

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