martes, 7 de marzo de 2023

Esperanza en lo pequeño

Para Josu. Y hasta aquí puedo leer...

Quien se atreva o se resigne a leer mis pequeñas reflexiones, tal vez pueda sacar la conclusión de que soy un completo cenizo, experto en detectar desgracias y presagiar calamidades. Y algo de razón no le faltaría. Efectivamente, cuando me fijo en los grandes asuntos, en las cosas que juzgo importantes, me pasa como a Quevedo: no hallé cosa en qué poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte. Encuentro en todas partes claros indicios del ocaso de nuestra civilización, del advenimiento de profundos cambios en nuestra travesía de homo sapiens, que siempre se han saldado con miles de individuos pasándolas canutas. Incluso en los apabullantes logros científicos de nuestra época veo las semillas de horizontes turbadores.

Y si me fijo en la gente... ¡Qué decir entonces! La gente, ese compendio amorfo de necios y de lerdos, capaz de todas las majaderías, de todas las locuras, de todas las maldades; la gente, que chapotea en el lodo de su inmediatez de miras, que se regodea en su gregarismo tranquilizador, que busca afanosamente un bienestar o una creencia que le anestesie... Esa gente, incapaz de abrir de verdad los ojos, de la que nada bueno cabe esperar, está sin embargo constituida por personas individuales (¡yo entre ellas!), por una multitud de microcosmos móviles capaces de proezas inimaginables.

Aquí y allá, en mi vida diaria, me topo con personas haciendo cosas magníficas (y también, desgraciadamente, con muchos sinvergüenzas; a veces, incluso, son los mismos). Hablo de pequeños actos un gesto, una frase, una sonrisa, una pequeña acción sin apenas trascendencia, sin un mérito excesivo, pero que consiguen que, por un momento, en ese entorno mínimo, el mundo sea un lugar un poquito mejor.

Si los grandes asuntos, los grandes problemas, las grandes tendencias, parecen gigantescas losas negras cayendo inexorablemente sobre nuestras cabezas para aplastarnos contra el suelo, estas minúsculas hazañas cotidianas son como finísimos rayos de luz ascendente que tratan de horadar esas losas: no pueden romperlas, pero sí hacerlas ligerísimamente más porosas, menos plúmbeas, más soportables.

No me fío de las cosas grandes. Aunque sé que son necesarios, tengo muy poca fe en los grandes ideales, los grandes principios; desconfío del progreso (tal vez porque no consigo averiguar qué es), de los sistemas económicos, de los políticos; y, desde luego, no espero nada de la gente. Sin embargo, sé que sólo las personas pueden construir un futuro mejor. La salvación del mundo no está en los grandes ideales, las grandes obras, las grandes hazañas, sino en la suma de nuestras insignificancias.

Por eso, de todas las grandes palabras, las grandes ideas, hay una en la que todavía me obligo a creer: educación. No hablo de la educación reglada (que también), sino de ese proceso complejo, difuso e inacabable que puede convertir a la gente en personas, a un animal del rebaño en un miembro de la tribu (en palabras de Antonio Escohotado).

La única revolución pendiente, la única revolución posible es la que se desata en el interior de cada uno de nosotros. Esto es especialmente claro en los casos extremos: hay personas que realizan acciones execrables, literalmente imperdonables; sin embargo, estos deshechos de humanidad aún tienen una posibilidad de salvación: dejar de ser esas personas y convertirse en otras, a quienes las acciones cometidas les resulten completamente ajenas. Esto, en el nivel que corresponda en cada caso, es verdad para todos y cada uno de nosotros. 

A todos nos compete liderar nuestra propia revolución, y todos somos capaces de culminarla. ¿A qué esperamos? El futuro de la humanidad no depende de las grandes cosas, sino de esas minúsculas conquistas sobre nuestras miserias.

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