jueves, 18 de marzo de 2021

¿Así funcionan las cosas?

Tal vez sea porque me esté haciendo mayor, pero me parece advertir, tanto en las empresas como en las administraciones, una manera de hacer las cosas cada vez más protocolizada, atomizada, rígida y dependiente del software (diseñado casi siempre por un informático que desconoce el quehacer diario al que debe servir). 

Las primeras víctimas de esta tendencia son los propios operarios, que deben realizar un trabajo cada vez más rutinario y menos significativo (cuando no insensato), sobre el que tienen además cada vez menos control. ¿Con eso se consigue un mayor rendimiento general en la organización? No, con eso se consigue justificar la existencia de un floreciente enjambre de jefes y jefecillos perfectamente prescindibles.

Con todo, el gran pagano de estos modernísimos procesos organizativos es el cliente. Con la excusa de un servicio más cercano y personalizado, nos están colando un sistema en el que podemos ajustar varios detalles (eso sí, debemos hacerlo nosotros mismos), pero en el que hemos perdido la menor posibilidad de tratar sobre las cuestiones de verdad importantes.

Voy a poner dos ejemplos personales.

El otro día recibí una carta de una empresa, de cuyo nombre no quiero acordarme, para comunicar un cambio en el modo de aplicar la tarifa que me cobran. (Por supuesto, la finalidad declarada del cambio era mejorar el servicio, no su balance.) Si yo no estaba de acuerdo, podía comunicarlo en un determinado plazo y continuar así con el sistema de tarifación anterior. Para ello, disponía de una página web y de un teléfono. 

La página web es muy grande, compleja, colorida... y no ofrece la menor posibilidad de realizar esa gestión. Me quedaba el teléfono. Para conseguir que me atendieran, tuve que realizar un sinfín de llamadas, en cada una de las cuales me tiraba más de cuatro minutos escuchando una voz grabada repitiendo los mismos mensajes, hasta que, desesperado, colgaba. Por fin, lo conseguí al tercer día. La persona que me atendió sabía efectuar el cambio en cuestión (o sea, el no cambio), pero fue incapaz de responder a ninguna de las preguntas que le hice sobre el caso.

Esas preguntas eran pertinentes, porque la empresa, en su carta, no explicaba ni cómo había calculado la tarifa hasta este momento, ni cómo la iba a calcular después; ni tampoco si era posible modificar el sistema en el futuro; también se arrogaba la facultad de modificar la tarifación si se cumplían determinadas condiciones arcanas expuestas en el artículo 8 de mi contrato... contrato que no puedo ver y que, de hecho, jamás he firmado. Pues bien, todas estas cuestiones le sonaban a chino al operario, que sólo sabía lo suficiente para modificar una casilla en su ordenador, y tampoco tenía permiso para nada más. 

Segundo ejemplo: el tren que utilizo a diario. La compañía, de cuyo nombre tampoco quiero acordarme, ofrece un servicio lamentable. A la menor queja, el operario de turno, que nunca sabe nada, esgrime las hojas de reclamación. Yo he rellenado varias de ellas. Al de un tiempo, recibo una carta de la compañía en la que, muy educadamente, me comunican que se han pasado mi reclamación por el arco de triunfo. Y ahí acaba todo, porque esa carta no se puede contestar.

Son sólo dos ejemplos, pero podría poner más. En los dos casos, la indefensión del cliente es evidente. Siempre queda la posibilidad de iniciar una denuncia legal, pero para ello hay que ser una especie de superhombre, mezcla de Perry Mason y Don Erre que Erre, que queda muy por encima de las posibilidades de la mayoría de nosotros, simples ciudadanos de a pie.

Lo increíble es que no sólo son los clientes de este tipo de empresas los que viven cada vez más indignados, sino también los propios trabajadores. Y a veces, para más inri, ni tan siquiera los resultados económicos son buenos. ¿Entonces? ¿Dónde está el problema? Yo sólo veo una respuesta: en los nuevos sistemas. Y, sobre todo, en las personas que los implantan.

No sé si soy demasiado pesimista, pero me da la sensación de que, con estas historietas, estoy describiendo al país entero.

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