Estoy cansado del dichoso procés catalán. No sé lo que pasará el primero de octubre (me resisto, por cierto, a escribir 1-O), aunque difícilmente será nada bueno. Estoy cansado, no tanto del debate, que no ha existido apenas, sino del ruido y la furia que lo acompañan y sustituyen. En estas pocas líneas trataré de centrar la cuestión, de acuerdo a mis pobres entendederas.
El debate sobre el referéndum catalán (la riña, más bien, porque aquí se confunden siempre las dos cosas) se ha centrado en dos cuestiones principales: su carácter legal y su carácter democrático. Ambas son irrelevantes.
En cuanto a lo primero, me parece evidente que la convocatoria de referéndum no cumple con la legalidad española y es, por tanto, ilegal. No creo que quepa mayor discusión al respecto y no debe, por tanto, perderse el tiempo con eso. (Es curioso, por cierto, observar cómo se convierten en paladines de la legalidad quienes, a juzgar por la montaña de indicios acumulada, no han tenido demasiados escrúpulos para saltársela cuando les venía bien.) Pero, en todo caso, aquí lo que se plantea no es el cumplimiento de la legalidad, sino su superación. Muchas cosas que hoy son legales, ayer no lo eran. No era legal que las mujeres votaran, o que blancos y negros compartieran asiento en un autobús; en España, no hace mucho era ilegal que una mujer abriera una cuenta en un banco. La Historia está llena de ejemplos en los que la gente fuerza un cambio en la legalidad, porque se topa con algo que, a pesar de ser legal, percibe como injusto.
En cuanto al carácter democrático de algo, todo depende de qué entendamos por “democrático”. La democracia es un concepto complejo, poliédrico. ¿En qué faceta nos fijamos? La democracia, desde luego, es el estricto cumplimiento de unas normas comunes; pero también es el respeto por la voluntad popular. Si nos fijamos en lo primero, los promotores del referéndum pueden tacharse de antidemocráticos; si nos fijamos en lo segundo, los antidemocráticos serían quienes tratan de impedirlo. Por tanto, el debate arrojadizo (riña, una vez más) sobre quién es más o menos democrático es perfectamente estéril.
¿En qué debe centrarse el debate? A mi modo de ver, en dos cuestiones consecutivas. Las redacto en unos términos deliberadamente llanos:
- ¿Tiene derecho una parte de España –o de cualquier otro sitio– a separase del resto si así lo quiere?
- En el caso concreto de Cataluña –o en cualquier otro caso–, ¿es razonable ese deseo? Dicho de otro modo: ¿qué es más razonable, que se separe o que no?
La primera cuestión es la fundamental y su debate se lleva esquivando en España desde hace mucho más tiempo del razonable.
Pongamos, para empezar, un sencillo ejemplo: varios amigos acuerdan irse a vivir juntos, compartiendo piso. Al de un tiempo, uno de ellos decide dejarlos para vivir él solo en su propia casa. ¿Tendría sentido que los otros compañeros se lo prohibieran, arguyendo que esa decisión debería ser tomada entre todos? Evidentemente, no. Convendría que discutieran todos los aspectos prácticos del caso (las inversiones, las deudas, etc.), podrían tratar de convencerlo para que no se marchara… pero nunca debería cuestionarse el derecho de un compañero a dejar el piso común.
Nuestro caso, por supuesto, es mucho más complejo, pero el ejemplo es aplicable. Un país (una nación, un estado… no son sinónimos perfectos, pero ésta no es ahora la cuestión) es un grupo de personas que, por las razones que sean, han decidido vivir juntas, compartiendo recursos y destino. Si se niega a cualquier parte del conjunto su derecho a romper ese acuerdo de unión, el país deja de ser un espacio común de convivencia (el viejo contrato social) para convertirse en una cárcel. En otras palabras: a mí me parece Cataluña tiene todo el derecho del mundo a poder separarse de España si así lo desea; pero no sólo Cataluña, sino también Murcia, Albacete, Pancorbo…
Esto es lo que debería discutirse en España, pero no se hace. Y sospecho que no se hace porque, por mucho que algunos se empeñen en negar la evidencia, la identidad nacional –la identidad española– es, y ha sido, problemática.
La identidad es múltiple y se define sobre todo por oposición. Nadie es sólo una cosa, sino muchas, y esas diferentes identidades afloran más o menos según las circunstancias. Según dónde y con quién esté, uno puede ser identificado como –por ejemplo– europeo, español, vasco, vizcaino, bilbaino (las dos sin acento, además), de Begoña… Por supuesto, no todas las identidades tienen la misma importancia en todas las personas. Además, cada cual puede cultivar más o menos la identidad que se le antoje; puede decidir eliminar alguna (si es capaz de conseguirlo), o adquirir una nueva. Y tiene todo el derecho del mundo a hacer todas esas cosas.
Adaptado lo anterior a nuestro caso, es preciso admitir que en Cataluña –o en el País Vasco, ya puestos– puede existir desde la persona que quiere potenciar al máximo su identidad catalana, hasta hacer casi desaparecer la española, hasta la persona que desea justo lo contrario, pasando por el infinito continuum de situaciones intermedias. Y todas esas personas tiene perfecto derecho a pretenderlo (otra cosa es que sea más o menos sensato). Y la cosa pública debe gestionar eficazmente la tensión derivada de esos deseos, no siempre fáciles de armonizar. Aquí se ha fracasado, no sólo por la habitual ineptitud (por usar un término suave) de nuestros políticos, sino porque este mismo principio ha sido negado por el conjunto de la sociedad, porque no se ha aceptado el derecho de todo el mundo a situarse en el punto del continuum identitario que considere oportuno, o le dé la real gana. Porque las identidades se manejan como absolutas, excluyentes y esenciales.
En el fondo, los párrafos anteriores no son más que una sarta de perogrulladas. Y sin embargo, creo que en estas cuestiones está la raíz de todos estos problemas. (Por supuesto, no debemos olvidar el abono que supone el hatajo de mentecatos y sinvergüenzas que nos rodea por doquier; pero eso es otra historia.) Debemos, pues, examinar con sensatez la raíz de las cosas, y ponernos de acuerdo en lo fundamental. Sólo así podremos pasar al segundo punto: examinar con cuidado todos los argumentos que puedan plantearse sobre las identidades y su gestión, para tratar de encontrar las opciones más razonables. Y hacerlo discutiendo, no riñendo.
Un último apunte: conviene recordar que el sentido etimológico del término referéndum es ‘lo que ha de ser consultado’. Si esto no lo merece, ¿qué otra cosa puede ser? Pues a ello…